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Cuento de Juan García Brun: «Flores de cerezo»

Cuento de Juan García Brun: «Flores de cerezo»

Se conocieron en una jornada de capacitación laboral y desde entonces se quisieron. Mientras estuvieron en Tokio solían recorrer la zona de los parques imperiales en sus motos a toda velocidad. Sus buzos lustrosos eran negro y amarillo. Hablaban hasta la madrugada en estaciones de servicio, terminales de buses y alguna vez en un hotel. Reían, lloraban, fumaban dolientes en el frío y arrojaban piedras a los ferrocarriles nocturnos. Largas conversaciones telefónicas le hicieron suponer a Hiroshi que Nonoko vivía sola, pero no se atrevió a preguntarlo. Muchos días debieron soportar la falta de sueño en el inicio de ese otoño caluroso. Una vez se tomaron de la mano. Ambos vivían en cibercafés, una rareza nipona —bastante conocida— que permite a subempleados dormir reclinados frente a un monitor, comer en el lugar, ducharse y lavar su ropa.

Hiroshi en algún momento debió volver a Yamanashi, su ciudad natal. El hecho no alteró la relación entre ambos porque ya antes de partir pasaban el día enviándose mensajes de texto con sus celulares. Fotos, chistes, críticas, algunos mensajes de audio en un flujo contínuo. Se narraban la vida en episodios, escenas inalcanzables subrayadas por la guerra y el abandono, unidades autónomas capaces de transmitir los momentos vividos en fervorosos borradores. En Hiroshi dominaban largas y ampulosas frases políticas, en Nonoko bastaban las imágenes y el humedecimiento de sus ojos, o de su voz o un largo y silencioso asombro.

Veamos. Él: hijo único, cultor de los Flower Travellin’ Band, viaje a China a los 17 años y una larga militancia zengakuren en el Ejército Rojo Japonés, por lejos el aspecto remarcable del muchacho. Ella: hija de músicos, innumerables viajes siguiendo a la orquesta en la que tocaba el padre y un matrimonio a los 17 años con un hombre mayor que se llevó a EEUU a la hija de ambos. Solían llorar al teléfono, pelearse, dejarse de hablar por algunos días, a veces semanas y luego volvía la narración impenitente, los deseos, el dolor.

Nonoko escribía una historia basada en sus sueños: en un gimnasio abandonado, en las afueras de una gran ciudad industrial, se daban cita todo tipo de demonios. El lugar había sido acondicionado como bar y en él solían tratar —en interminables monólogos— los padecimientos con los que debían lidiar. Pues hay algo material que no se sabe habitualmente, todo demonio, íncubos y súcubos, padecen de migrañas feroces que suelen mitigarse en parte con la conquista de algún alma. «Todo demonio es un psicópata» le dijo a Hiroshi mientras clareaba sobre Japón.

Hubo un momento en que fijaron una llamada telefónica al mes. El momento era esperado y tratado como si se tratase de una cita romántica. Con el tiempo esa llamada, mientras la hubo, se hizo una vez al año. Pero el flujo de mensajes con los años, lejos de apaciguarse, no hizo sino intensificarse hasta la desmesura. Los mensajes siguieron durante décadas abarcando quizás un espacio superior al de sus propias vidas, de hecho nunca volvieron a verse. Y es verdad, nunca volvieron a verse, aunque siempre algo esperaron: dormir juntos probablemente, recorrer de noche ese bosque posternado a los pies del monte Fuji o simplemente, encontrarse a beber en el gimnasio abandonado.