A Raymond Carver no, al otro Carver, al que todavía no lo nombraban como el mejor y el más original cuentista norteamericano, al que no le endilgaban el mote de “escritor minimalista” (algo que odiaba) o de “el Chéjov americano”, al que aún no imitaron hasta el cansancio escritores de todas partes del planeta, a ese Carver, al Carver anónimo, desconocido, a ese Carver le pasan cosas que se confunden con los personajes del otro Carver, el escritor Raymond Carver nacido el 25 de mayo de 1938, en Clatskanie, Orégon, EEUU, y fallacido el 2 de agosto de 1988, en Port Angeles, Washington, EEUU.
El otro Carver, previo al Carver del reconocimiento, se casó de muy joven y al poco tiempo tuvo dos niños que mantener. Para sostener a su esposa y a sus dos hijos se empleó en los oficios más variados, generalmente trabajos temporarios: trabajó en aserraderos, fue cadete, vendedor callejero, asistente en una gasolinería, conserje, entre otros oficios varios. Los cuentos de Carver nacieron y se inspiraron entre el ajetreo de esos trabajos, siempre a la sombra del “sueño americano” y también del “hogar dulce hogar”. No es descabellado pensar que solo escribió poemas y cuentos obligado por esos derroteros laborales, y que su verdadera formación y su estilo simple y preciso hayan nacido a la fuerza de esas circunstancias. Según Carver, uno de los mejores trabajos fue cuando se desempeñó como personal de limpieza durante el turno de noche en el Mercy Hospital. Alguna vez dijo que ese trabajo al ser nocturno y volver a su casa por la mañana cuando su familia ya no estaba le permitían escribir. Fruto de ese trabajo es el poema “Sala de autopsia”. Hay que decir que el poema es un registro documental de cosas desconcertantes que va encontrando a su paso la mirada de Carver, un Carver en su faceta de trabajador nocturno y solitario. “Un pequeño bebé quieto como una piedra/ y más frío que la nieve/. Otra vez un negro corpulento/de pelo blanco con el pecho partido al medio/ todos sus órganos vitales/ en una bandeja al costado de su cabeza. El poema parece nacido directamente de unas circunstancias. Es casi una transcripción extraña pero directa de la realidad, algo que irrumpe y sorprende desde afuera, y no desde un mero ejercicio intelectual. La escritura de su poesía es el lazo que conecta esa autenticidad absoluta entre vida y literatura. Toda su política literaria podría resumirse en mostrar, exhibir, hacer ver, y no en declamar, contar o representar. La austeridad y la economía, dos rasgos que atraviesan la vida de cualquier desclasado, se expresan como los valores más sólidos que puede tener un autor; la marca registrada de su escritura.
En sus cuentos también hay héroes. Los héroes sin atributos de Carver no pasan a la acción. Su función es la de señalar, transmitir o brindar gratuitamente un conocimiento a otro que lo necesite. Puede ser en una conversación trivial, a través de una frase, una actitud o un modo de callar lo que ilumine a la otra persona con un destello de sentido, pero transmitido al pasar, casi desapercibido, manteniendo una correspondencia con la de sus propios portavoces. Podríamos corregirnos y decir que los héroes de Carver sí tienen atributos, y que son los mismos que tiene el mismo Carver: la capacidad de extraer las verdades más profundas de los detalles más superficiales. El cuento Visor es uno de tantos ejemplos de estos personajes oraculares que dicen una verdad de manera casual. En una parte del cuento el fotógrafo mutilado le dice sin vueltas al protagonista: “No servirá de nada, ella no va a volver”.
GUILLERMO SEVLEVER–Nuevo Curso