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NAUFRAGIO DE LA INFANCIA

Siguiendo el diseño de apagar incendios y prevenir siniestros sociales, que el capitalismo le ha impuesto como tarea política  al reformismo,  los grupos que se nuclean en su derredor, actúan  por vía de la estrategia discursiva de identificar de modo segmentado un sujeto colectivo a cuyos miembros se le  asigna de modo puramente declarativo  derechos subjetivos, a partir de los cuales se demanda la búsqueda de políticas estatales que obren en consecuencia . En este territorio ideológico ,  crecen y se multiplican los jardineros horticultores de la infancia o las infancias .

Ocurre que luego de re-inventar esa categoría conceptual y  a partir de ella emerge la producción y los andamiajes para construir todo tipo de mercancías ideológicas que remiten a esa forma hueca original, dando cuenta de sus cualidades significativas, en debates escolásticos sobre si en verdad hay una o varias infancias, o si es posible hablar de infancias colonizadas y colonizantes, etc.

 Si por un momento pudiéramos detener el devenir para ilusionarnos con que la existencia es una sucesión de fotos. Imágenes que avanzan exhibiéndose al ritmo de nuestra voluntad y de nuestras “libres decisiones”, siendo cada una de ellas un momento definido de nuestras vidas que no reconoce un antes y un después. Nos habilitaríamos a pensar en un registro que dé cuenta de nuestra primera edad. Cuando así lo hacemos, transformamos el recuerdo en realidad, y lejos de reflejarla con cierta objetividad, construimos un deseo.

 En las páginas iniciales de su intento de autobiografía ,conocido literarimente como Mi Vida, León Trotsky se detiene con acierto en la infancia para poner en claro un paso concreto de la percepción al conocimiento sobre como debe ser leído en nuestra sociedad, este tránsito en la constitución del sujeto. Dice el revolucionario ruso, con rigor:

Tiénese a la infancia por la época más feliz de la vida. ¿Lo es, realmente? No lo es más que para algunos, muy pocos. Este mito romántico de la niñez tiene su origen en la literatura tradicional de los privilegiados. Los que gozaron de una niñez holgada y radiante en el seno de una familia rica y culta, sin carecer de nada, entre caricias y juegos, suelen guardar de aquellos tiempos el recuerdo de una pradera llena de sol que se abriese al comienzo del camino de la vida. Es la idea perfectamente aristocrática, de la infancia, que encontramos canonizada en los grandes señores de la literatura o en los plebeyos a ellos enfeudados. Para la inmensa mayoría de los hombres, si por acaso vuelven los ojos hacia aquellos años, la niñez es la evocación de una época sombría, llena de hambre y de sujeción. La vida descarga sus golpes sobre el débil, y nadie más débil que el ni[1]ño. La mía no fué una infancia helada ni hambrienta. Cuando yo nací, mi familia había conquistado ya el bienestar. Pero era ese duro bienestar de quienes han salido de la miseria a fuerza de privaciones y no quieren quedarse a mitad de camino. En aquella casa, todos los músculos estaban ten[1]sos, todos los pensamientos enderezados hacia una preocupación: trabajar y acumular. Ya se comprende que, en tales condiciones, no quedaba mucho tiempo libre, para dedicarlo a los niños. Y si es verdad que no supimos lo que era la miseria, tampoco conocimos la abundancia ni las ca[1]ricias de la vida. Para mí, los años de la niñez no fueron ni la pradera soleada de los privilegiados ni el infierno adusto, hecho de hambre, violencia y humillación, que es la infancia para los más. Fue la niñez monótona, incolora, de las familias modestas de la burguesía, soterrada en una aldea, en un rincón sombrío del campo, donde la naturaleza es tan rica como mezquina y limitadas las costumbres, las ideas y los intereses. La atmósfera espiritual que envolvió mis primeros años y aquella en que había de discurrir mi vida desde que tuve uso de razón, son dos mundos distintos entre los que se alzan, aparte de las distancias y los años, una cordillera de grandes acontecimientos y toda una serie de conmociones interiores, que no por quedar recatadas son menos decisivas para la vida de quien las experimenta. Cuando por vez primera me puse a abocetar estos recuerdos, cercábame, obstinada, la sensación de que no era mi propia niñez la que evocaba, sino un viaje ya casi olvidado por lejanas tierras. Y hasta llegué a pensar en poner el relato en tercera persona. Pero me abstuve de hacerlo, para que esta forma convencional no fuese a dar cierto aire «literario» a mis recuerdos, pues nada hay que tanto me preocupe como el huir de hacer en ellos literatura”

  La imperiosa necesidad de dar cuenta de atrocidades, de crímenes cotidianos y habituales sobre la convivencia con olor a cultura humana, como si ella pudiera ser consensuada en un orden clasista y opresivo, hace que los intelectuales orgánicos de la clase dominante realicen esfuerzos denodados para convencernos que el mundo y la existencia son eso y no hay más que hacer más perfectible eso .  Algo así como una mano que abre un álbum de fotos,  y pasando hoja por hoja  nos dice de modo estático lo vivido a través de esas imágenes previamente editadas.

Pero ocurre que la realidad del explotado no es una sucesión de fotos, sino una película donde cada escena nace de las tendencias emergentes o soterradas, que se proyectan dialécticamente hacia la próxima, con la diferencia sustantiva de que no cesa y resulta inimaginable un posible final.

  Así sucede cuando los “pensadores” cultores de las diversidades sociales al infinito, se empeñan en vendernos la estática imagen de la infancia, recogiendo de ella un imaginario colectivo que la posiciona como un segmento de la vida similar a un parador en una ruta, o a un cruce de caminos donde se nos representa un momento tenso pero feliz, envuelto en un contorno familiar de contención y muchos sueños con anhelos de realidad a futuro.

   Todo esto que exhibe la política del poder burgués, significa un retorno con otro aparato conceptual a la idea de rescate de niños desvalidos a través de políticas estatales, que bajo el paraguas de la declaración previa de derechos, intervienen con un formato de injerencia dominante en los sectores sociales desplazados de la producción y concebidos como población sobrante. Se trata de un rescate por medio de intervenciones generalizadas con programas de pretendida asistencia, pero que naturalizan las causas que generaron el daño a reparar. Viejas ideas y modelos disfrazados con salvataje reformista e inocuo, que no terminan con el horror de la tragedia en curso, sino que la perpetua, transfiriendo amplios contingentes humanos al modelo punitivo del castigo penal o la eliminación física.

    El naufragio de las políticas estatales sobre la niñez construido sobre la categoría “infancia” es claro y evidente, en tanto toma cuerpo y existencia visible aún en las estadísticas oficiales que  exhiben datos que dan cuenta de  altos porcentajes de niños sumergidos en el escenario de la pobreza material y cultural.

      Sin embargo la “solución” frente a lo evidente no es otra que un factor de su propia producción, es decir , nafta sobre el fuego, ya que hablar de infancias  implica prevalecer sobre un segmento humano olvidando que precisamente el término recorta las calidades de la condición humana y sus subjetividades, por una constante alienación que transforma todo vínculo en intercambio preciso de objetos devenidos en mercancía.

       Acudir a las infancias implica definir un espacio de la existencia, aun cuando a ese espacio solo lleguemos por el recorte ideológico de nombrar un colectivo, para darle especificidades y luego salir en su búsqueda. En definitiva, se trata de un modelo de la temprana edad, que se acomode con el “orden imperante” y se compadezca simbólicamente con la no confrontación subversiva de cuanto le rodea.

      Además,  todo esto opera  en el preciso momento en que el presunto protegido, el objeto de estos rescates rehabilitadores, produce comportamientos que son juzgados como injustos penales haciendo real el transito no conjetural de sujeto de derecho a sujeto de castigo. Mutación  en la que la persona viéndose carente  rescate con políticas inclusivas pasa a la condición  de agresor social, sobre el cual debe descargarse la maquinaria de combate contra el delito con formato jurídico de norma penal.

El reformismo hace su labor, apelando a la necesidad de políticas estatales que confluyan a construir la infancia deseada desde la atribución declarativa de derechos subjetivos, que tampoco toman cuerpo. Porque no se alude a sujetos reales sino a imaginarios, y se oculta que eso que exhibe la realidad dominada por el modelo capitalista de ley y orden. Son sujetos marcados por su  posicionamiento social y por las tendencias que ese espacio deconstructivo de subjetividad conlleva para ellos, en un contexto generalizado donde la carencia es reina y la  insatisfacción la regla.

  El reformismo, bien o mal pensado, se nutre del pensamiento metafísico. Elabora ideas, proyecta políticas y construye imaginarios. Solo habilita ríos de tinta, video-conferencias, discusiones, debates .

 El reformismo infla el academicismo y naufraga en la existencia concreta, por ser, en su matriz, esclavo funcional del modelo capitalista de ley y orden de donde emerge para no dejar ver la prevalencia de las clases sociales, en constante pugna por definir sus transitorios contornos. El doble juego del uso intencional de la forma jurídica se mueve por la vía de la declaración de derechos, que hacen pie sobre el fetiche de la igualdad formal ante la ley y la definición del sujeto de esos derechos subjetivos.

 La categoría abstracta infancia donde se congregarían los infantes es la herramienta de dominación que perpetúa la injusticia de niños nacidos en hogares carenciados, niños sin hogares o niños tempranamente explotados en un escenario básico de opresión social. Los clasifica, recorta sus oportunidades y los vuelve a hundir en un creciente contingente poblacional en donde se ubican realmente esos niños, en el conglomerado de los humillados y ofendidos.

  No hay infancia única, ni múltiple. No hay infantes pobres o ricos.  No hay diversidad culturalmente construida que pueda dar cuenta de la explotación y la opresión como fenómeno totalizador y de conjunto, como un emergente de carencias solo constatadas en los niños. Hacerlo o intentar hacerlo desde esa perspectiva es un embuste, un engaño social. Hablar de infancia construye una abstracción y desde lo metafísicamente abstracto. El diseño de un colectivo humano inserto en ese espacio carencial pasible de protección implica un rescate imaginario. Pero no hay rescate alguno, solo aparatos burocráticos estatales inflados, recursos y políticas incapaces de conmover las tendencias objetivas del capital, que busca de la realización en dinero del valor apropiado a como dé lugar.

  Los apologistas reformistas, los mentores ideológicos de la infancia o las infancias, los detractores de los colonizadores colonizando, los cultores de la progresía estéril y funcional al modelo capitalista de ley y orden deben ser enfrentados en todos los terrenos, exhibiendo con permanencia y firmeza, el agotamiento del capitalismo,  la emergencia del programa socialista para una nueva sociedad y un nuevo hombre, construido desde el poder obrero.

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