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Nuevo Curso

Con la espada, con la pluma y la palabra

ALEJANDRO GUERRERO

“Los marxistas revolucionarios tenemos con Sarmiento (y con Juan Bautista Alberdi) una gran tarea en común: la construcción de la Nación argentina” (Milcíades Peña).

 Seguramente fueron sus propias contradicciones las que permitieron convertir a Sarmiento en una extraña confusión histórica: sus detractores lo atacan por lo que no fue y sus aduladores lo ensalzan por lo que tampoco fue.

 En principio, cual corresponde, debe situarse la actuación y el pensamiento sarmientinos en su época: una obviedad tan olvidada que alguna vez un grupo de docentes -sí, de docentes pegó en unas paredes su figura con la cruz esvástica dibujada en la frente, como si alguien pudiera adherir a ideas correspondientes a un tiempo histórico posterior, radicalmente ajeno al suyo. Perogrullo es un maestro olvidado demasiado a menudo.

 Cuando Bartolomé Mitre dijo en los años de 1880 que se había vencido “al espíritu de la montonera” no se refería a la victoria militar (que también la hubo, y Sarmiento tuvo parte en ella despiadadamente) sino, sobre todo, al hecho de que los ferrocarriles prolongaban el puerto de Buenos Aires hacia el interior, y permitían a los viejos caudillos federales acceder a los mercados de Europa y prosperar como no lo habían soñado.

 En un pasaje de su novela Soy Roca, Félix Luna le hace decir a Ataliva Roca una frase que tal vez nunca fue dicha pero sirve para pintar los tiempos. En esa ficción, Ataliva le dice a su hermano general: “Julio, los ganaderos somos ricos, inventaron una máquina que fabrica frío”. Esa “máquina que fabrica frío” (la ciencia transformada en tecnología al servicio del desarrollo capitalista) derivaría en enormes frigoríficos y construiría la Argentina tal como ella es. En otras palabras: los mercados del mundo golpeaban a las puertas del Plata con su demanda de granos y carnes congeladas y creaban a la clase terrateniente argentina. Un mercado y un país controlados por Inglaterra, de modo que la Argentina se incorporó a la economía mundial en condición de semicolonia inglesa, lo cual, contradictoriamente, le impidió integrarse en el circuito del comercio internacional.

 De ahí que, cuando en 1880 el gobierno de Julio Roca declaró a la ciudad de Buenos Aires territorio federal y capital del país -una demanda histórica del interior, que por esa vía procuraba federalizar las rentas portuarias- sólo el gobernador de Buenos Aires, Carlos Tejedor, se alzó en armas. La guerra duró sólo una batalla, en Nueva Pompeya, en la actual avenida Sáenz, y la derrota de los levantiscos fue rápida. Ahí terminaron las resistencias a la federalización, que ya no era casus belli para el resto del interior ni para los ganaderos de Buenos Aires.

A las puertas de esos tiempos actuó Sarmiento: gobernador de San Juan entre 1862 y 1864, Presidente entre 1868 y 1874 y senador nacional entre 1874 y 1879. Es decir, los tiempos en que comenzaba una modernización acelerada: ferrocarriles, telégrafos, obras sanitarias, puertos, los prolegómenos de la inmigración masiva que comenzaría en la década de 1880 (“gobernar es poblar”, fue la conocida frase de Alberdi).

Los llamados “revisionistas históricos” critican de Sarmiento las mismas cosas por las que lo elogian sus aduladores, y unos y otros se equivocan: la organización nacional posterior a Caseros. Es cierto que Sarmiento y Alberdi -ambos liberales, se llevaron muy mal entre ellos- tuvieron la paternidad ideológica de la Constitución de 1853/1860, pero la Argentina no se constituyó como ellos la pensaron sino del revés.

 Cuando, exiliado en Chile (allí se integró a la logia masónica Unión Fraternal, en Valparaíso) el presidente Manuel Montt Torres lo envió a Estados Unidos y a Europa a estudiar los sistemas educacionales de aquellas latitudes, Sarmiento, ante las cataratas del Niágara, no se dejó impresionar por el paisaje: al ver la caída de agua, pensó cuántas fábricas podría mover toda esa energía. La anécdota relata su obsesión por una Argentina que fuera “como Norteamérica” (lo repitió decenas de veces); es decir, un país capitalista avanzado, industrial, autónomo. Caseros inauguró exactamente lo contrario: una semicolonia de Inglaterra. Sin industrias, sostenía Sarmiento, la Argentina sería por siempre “un desierto sembrado de vacas”, y añadía: “Tenemos tierra para dar a los que nada poseen” (y) “transformar a los gauchos en pacíficos vecinos (…) mejorar las condiciones sociales por la educación y la mejor distribución de la tierra”.

 Parece contradictorio que propugne una reforma agraria quien le pedía a Mitre en una carta que “no ahorre sangre de gauchos, que es lo único que tienen de humano”. Muchas veces empleó Sarmiento ese lenguaje brutal, pero también hay que situarlo en la época. El término “gaucho” no tenía entonces el mismo significado que luego le dio la leyenda: Sarmiento le da esa recomendación a Mitre para referirse a Urquiza en la guerra de la Confederación contra Buenos Aires, en la cual Sarmiento, contra lo que él mismo pensaba, tomó partido por la oligarquía bonaerense contra los caudillos del interior, a los que consideraba opuestos a todo progreso. “Gaucho” era además, en ese entonces, sinónimo de malandra, marginal, delincuente. Otra tragedia sarmientina: él hubiera sido, seguramente, partidario de un proceso atroz de “proletarización a palos” como el que los Tudor habían ejecutado en el siglo XV inglés, pero aquí no había a quién proletarizar ni fábricas donde poner a trabajar a proletario alguno. Y cuando los hubiera no sería en una industria necesaria al desarrollo armónico y global de la economía nacional, sino un aparato industrial subsidiario de la economía pastoril al servicio de Su Graciosa Majestad.

 La historia de todos los matices deberá, sí, reprocharle a Sarmiento el haber continuado la Guerra de la Triple Infamia (como la llama Milcíades Peña), que costó la vida de entre el 80 y el 90 por ciento de la población masculina del Paraguay mayor de 12 años. Las tropas brasileñas saquearon Asunción y, luego de diversos tratados, se quedaron con todo el territorio reclamado y respaldaron las demandas paraguayas contra la Argentina, lo que puso a Buenos Aires al borde del choque bélico con Brasil. Sarmiento creó entonces la Escuela Naval y puso a la Armada argentina en condiciones de hacer frente a las de Brasil y Chile: cosas de estas republiquetas que jamás llegaron a constituir naciones.También la Argentina pagó un costo espantoso por esa guerra: 18 mil muertos en el frente y otros 15 mil por el cólera, y un endeudamiento de 9 millones de libras esterlinas con Inglaterra, en cuyo favor se había derrocado y asesinado al presidente paraguayo Francisco Solano López.

En cuanto a la campaña de conquista de los territorios patagónicos conducida por el general Roca, comenzó durante el gobierno de Nicolás Avellaneda pero fue ordenada originariamente por el presidente Sarmiento. La decisión terminó de tomar forma después del ataque del cacique Calfucurá, al frente de 8 mil lanzas, contra las poblaciones de 25 de Mayo, 9 de Julio y Alvear, que dejó 300 civiles muertos y miles de cabezas de ganado arreadas por el malón. Sarmiento decidió contraatacar con un ejército al mando de un militar veterano, el general Ignacio Rivas, y compuesto mayoritariamente por indígenas aliados del gobierno, sobre todo borogas, pampas y ranqueles a las órdenes del cacique Catriel.

 Calfucurá fue vencido pero Sarmiento decidió ir más allá: aprovechó las profundas divisiones entre las poblaciones indígenas -incluidas guerras de exterminio sobre las que poco se sabe por falta de documentación- para cortar el comercio mapuche-araucano con ingleses radicados allende los Andes. Antes, fuerzas mapuches, en defensa de ese comercio, se habían aliado con los españoles y lucharon contra los ejércitos independentistas. Por intermedio de ese mercado, el gobierno chileno procuraba avanzar sobre la Patagonia, que formalmente había pertenecido a la Capitanía de Chile durante la colonia. Así, la campaña ordenada por Sarmiento, ejecutada por Avellaneda y comandada por Roca se dirigió especialmente a ocupar un territorio en disputa con Chile. En todo esto subyacía la idea sarmientina de “educación y reforma agraria”, contra una provincia de Buenos Aires que era, según escribía, una “provincia de estancieros satisfechos de la seguridad de sus ganados, de extranjeros indiferentes a todo lo que no sea entregar el país”.

Cuando Roca distribuyó los territorios patagónicos entre un puñado de oligarcas, de latifundistas, Sarmiento exclamó apesadumbrado: “Ya no sé dónde está la barbarie”. En 1886, cuando cumplió 75 años, una manifestación popular fue a saludarlo a su casa. En esa ocasión le dijo a la multitud: “…éste es el peor pedazo de vida que he atravesado en tan largos tiempos y lugares tan varios, más triste con la degeneración de las ideas de libertad y patria en que nos criamos entonces”. No pocos consideran que esa manifestación a la casa de Sarmiento fue uno de los antecedentes de la Revolución del Parque en 1890. Otra anécdota que habla de las que fueron sus aspiraciones y sus frustraciones la da su respuesta a un estanciero que le manifestó alguna vez su oposición a la educación común, pública y laica, y le señaló que la formación cultural debía colocar su centro en la élite aristocrática porteña en cuanto clase dirigente: “Sí -respondió Sarmiento- aristocracia con olor a bosta de vacas (…) toda su respetabilidad, señor, se la debe usted a sus toros alzados en sus estancias”.

 En otra ocasión escribió: “El error fatal de la colonización española en la América del Sur viene de la manera de distribuir las tierras”. En esa última parte de su vida llegó a defender al gaucho, “que después de todo sólo tiene su facón”, contra “la gente docta” en la que parecía radicar ahora “la barbarie”; es decir, las fuerzas opuestas al desenvolvimiento industrial.

 Y terminaba:

“Los americanos preferimos volver a la vida salvaje, vestirnos de pieles y plumas, errar en los bosques y renunciar a los beneficios de semejante civilización, si ella habría de traernos la pérdida de la independencia, las cadenas de un déspota y la barbarie de sus atrocidades” (llama “déspota” a Roca).

 Nota al margen: la estatura política de Sarmiento, su condición polémica, deja en segundo plano su calidad de escritor, tal vez el mejor de la historia literaria argentina. Por lo menos, no conoce la literatura del país un comienzo tan potente como éste: “¡Sombra terrible de Facundo!… Yo te invoco”.

 Muerto en Asunción del Paraguay, casi tan pobre como había nacido, al salir la cureña con sus restos del edificio del viejo Congreso en la calle Victoria (hoy Yrigoyen), alguien le gritó al féretro: “¡Ju´na gran puta! ¡Al fin te has de dejar de joder!” El hombre se equivocó: Sarmiento nunca se dejó de joder, ni lo hará hasta que la Nación argentina sea una realidad. Él fue el representante más preclaro y brillante de la burguesía industrial de este país, una clase que jamás existió. He ahí su tragedia. La Argentina industrial, pujante, de desarrollo armónico y global al servicio de todos, será tarea de otra clase social y de otra estrategia