Nuevo Curso
Cuando el 9 de octubre de 1945 el general Eduardo Ávalos, jefe de Campo de Mayo, decidió terminar con el factor más irritante del gobierno y pedir la renuncia de Perón, el coronel se fue sin resistencias. La relación de fuerzas en el Ejército le era desfavorable y él no podía ni quería pensar en otros términos que no fueran los del ajedrez militar. Después de todo es un oficial argentino y sigue la tradición: si el jefe adversario tiene más tanques hay que rendirse; combatir, jamás (y muchísimo menos si ha de acudirse a fuerzas ajenas a los cuarteles).
El 10 de octubre, el todavía secretario de Trabajo y Previsión habla por la cadena radial, se despide de los trabajadores sin convocar a la lucha y se va con Eva Duarte al Tigre, aunque lo detienen en el camino y lo trasladan a Martín García; es decir, lo ponen en manos de la Armada, su enemiga directa.
Desde su prisión isleña, Perón le escribe a Eva una carta de hombre vencido. En ella le dice que su carrera política ha terminado, que sólo aspira a casarse, a obtener un retiro tranquilo y escribir un libro.
Entonces irrumpe la variante golpista del almirante Vernengo Lima y todo se precipita. La Armada no se conforma con la salida de Perón, exige la caída del gobierno y la entrega del poder a la Corte Suprema para que ésta convoque a elecciones.
El 12 de octubre casi 200 mil manifestantes de los barrios del norte de la ciudad -la tradicional derecha conservadora que se movilizaría después en 2004, con Blumberg para pedir “mano dura” y durante la puja por la Resolución 125 de retenciones a las exportaciones agrarias, entre otras- se concentraron en Plaza San Martín para respaldar el golpe. Fueron acompañados, como Blumberg, por un sector de la izquierda y tal vez por eso Jorge Altamira sostiene que fue una “manifestación popular”.
Aquella derecha “popular” de 1045, vivaba a Vernengo Lima mientras las patronales desconocían apuradamente las concesiones democráticas y sociales de la Secretaría de Trabajo y Previsión.
En ese momento, mientras Perón, ajeno a los acontecimientos, lamenta su derrota desde Martín García, empieza fuertemente el contragolpe: la policía se subleva y unas cuantas ráfagas de metralla al aire alcanzan para dispersar rápidamente la concentración golpista.
Entretanto, Campo de Mayo está en una encrucijada porque, si aceptan la exigencias de la derecha más radical formuladas por Vernengo Lima, Farrell y Ávalos van a Martín García a acompañar a Perón. Por eso se niegan: el gobierno sigue, dicen, y Farrell se encargará de convocar a elecciones. Perón, claro está, continuará en Martín García.
¿Qué ocurría, a todo esto, en el movimiento obrero?
Cipriano Reyes, caudillo del gremio frigorífico, ganó fama y prestigio por una maniobra conjunta con Perón en 1943, cuando impulsaron a José Peter, del PC (lo tenían encarcelado en una prisión del sur), a levantar una huelga histórica de los trabajadores de la carne, maniobra facilitada porque el PC se oponía a cualquier conflicto que pudiera perjudicar a las tropas aliadas en los frentes de guerra. Peter aceptó levantar la huelga a cambio de su propia libertad y de que no se sancionara a los huelguistas; es decir, a cambio de nada. Mientras tanto, Perón presionaba a las patronales del sector (ganaban fortunas obscenas gracias a la guerra) para que aceptaran todas las demandas obreras, mientras se encargaban, sotto voce, de hacer que la huelga prosiguiera pese a las directivas de Peter. Los patrones accedieron a todas los reclamos gremiales pero se les hizo firmar el acuerdo con Reyes, no con Peter. Peter fue preso nuevamente y Perón y Reyes se pasearon del brazo por los frigoríficos, ovacionados por los trabajadores. Reyes tuvo un papel clave el 17 de octubre, por eso la obligación de detenerse un momento en él.
El 13 de octubre, al día siguiente de la concentración golpista disuelta por la policía, Reyes pidió una reunión urgente del Comité Central Confederal de la CGT, aunque su gremio no pertenecía a esa central sino al llamado Comité de Enlace, que reunía a poderosos sindicatos industriales. Dirigida por líderes del llamado “sindicalismo revolucionario” -opuesto a la intervención política de los trabajadores- y del Partido Socialista (el PC tenía su propia central), la CGT, dubitativamente, llamó a un paro inútil para el 18 de octubre, en oposición al traspaso del poder a la Corte pero sin pedir la libertad de Perón.
En cambio, el Comité de Enlace, y Reyes en particular, se muestran muy activos a partir del 15. Ese día organizan movilizaciones en La Plata y en Berisso, y el 16 marchan hacia la Capital Federal aunque no logran entrar. El 17 sí, el 17 cruzan los puentes (el Ejército y la policía no los habían cerrado) y por la tarde la Plaza de Mayo estaba llena de trabajadores que gritaban la consigna negada por la CGT: libertad a Perón. Esa noche, por primera vez en su vida, el coronel habla desde los balcones de la Casa Rosada y le pide a la multitud que regrese a casa.
Así, la movilización obrera, sin quebrar la legalidad ni proponerse quebrarla, irrumpe por los resquicios del conflicto militar y, para defender sus conquistas, lo desequilibra en favor de Perón, arranca al coronel del aislamiento y lo transforma en Bonaparte. Perón, por el resto de su vida se dedicaría a impedir otro 17 de octubre, a evitar que los trabajadores volvieran a intervenir con sus propios métodos en la pugna interburguesa (años después, cuando Montoneros gritara “fusiles y machetes por otro 17”, independientemente de su voluntad y de sus propósitos establecería con Perón un punto de conflicto irreversible).
En cuanto al Partido Comunista, en los días posteriores al 17 de octubre terminó de quebrar sus puentes hacia la clase obrera. Su periódico, Orientación, dice que los movilizados aquel día eran “turbas borrachas” de “maleantes y desclasados”, los califica de “manifestantes de la esclavitud” y de “conglomerado aullante”, y asegura que “jamás los auténticos obreros argentinos hubiesen dado ese espectáculo” (Orientación, 24/oct/1945).
En esos días, Victorio Codovilla creó el término “naziperonismo” (en Bolivia el estalinismo hablaba de “nazitrotskismo”, cosa que, en cierto modo, señala la desigual evolución proletaria en un país y en el otro). Se trataba de un despropósito teórico: el fascismo no es otra cosa que la guerra civil de la pequeña burguesía, dirigida por el gran capital, contra la clase obrera; en cambio, Perón se respaldaba en la clase obrera contra la pequeña burguesía y el gran capital que lo hostigaban. Pero, se sabe, el estalinismo nunca reparó en teorías, y el “naziperonismo” le sirvió de mote para todo lo que se negara a alinearse detrás de lo que el Kremlin llamaba “el imperialismo democrático”, los Estados Unidos.
Poco antes del 17 de octubre, a fines de septiembre, el PC había organizado en Buenos Aires una gran concentración “por la unidad nacional”. Rodolfo Ghioldi abrió el acto de este modo:
“Saludamos la reorganización del Partido Conservador, operada en oposición a la dictadura, que sin desmedro de sus tradiciones sociales se apresta al abrazo de la unidad nacional, y que en las horas sombrías del terror carcelario mantuvo, en la persona de don Antonio Santamarina, una envidiable conducta de dignidad civil ((Cit., en Peña, Milicíades; Masas, Caudillosy Élites, Fichas, 1974, p. 77)
El señor Santamarina era propietario de 160 mil hectáreas y dirigía subsidiarias argentinas de la International Telephone and Telegraph: tales eran las “tradiciones sociales” del Partido Conservador.
Entretanto, el embajador norteamericano, Spruille Braden, asumía en la práctica la conducción de la campaña de la Unión Democrática, recorría el país en giras proselitistas y, con el transcurso de las semanas, se envalentonaba progresivamente sin que nadie, ni los peronistas, lo acusara de intervenir en los asuntos internos del país.
En definitiva, detrás de todas las convocatorias “antifascistas”, el programa distintivo de la Unión Democrática era bien explicado por el diario La Nación:
“Con anterioridad al gobierno surgido del movimiento militar de 1943, se había establecido una armonía entre el capital y el trabajo. En la actualidad el panorama ha cambiado. El gobierno intervino ordenando el alza de las retribuciones, a veces con carácter retroactivo. Al restablecerse la normalidad constitucional con el triunfo de la democracia, habrá necesidad, según ya se ha dicho, de emprender una obra de restauración” (La Nación, 1°/feb/1946).
El diario de los Mitre dejaba las cosas claras: el debate electoral no era otro que el lugar del movimiento obrero y su relación con los capitales. La “restauración” proclamada por La Nación significaba suprimir las conquistas democráticas y sociales otorgadas por Trabajo y Previsión; en cambio, votar a Perón significaba mantenerlas y ratificarlas. Los trabajadores no necesitaban mucho más para decidir su sufragio. Perón, en el cierre de su campaña, se encargó de subrayarlo: “Aquí hay una lucha entre justicia social e injusticia social”.
Esto es: por un lado, la Unión Democrática propugnaba el retorno a un movimiento obrero de ilotas; el peronismo, el otorgamiento de ciudadanía a los trabajadores. Nada más. Perón no proponía romper nada que no pudiera pegarse y aseguraba que una mejor retribución de los beneficios del capital podía obtenerse con el único trámite de votar y ganar.
La confianza en el peronismo era la confianza del movimiento obrero en el desarrollo infinito y benévolo del capitalismo, en la posibilidad de que hubiera democracia social sin una política nacional democrática. Esa confianza y esa fórmula sólo podían encontrar sustento en la opulencia que daba la coyuntura internacional.
Cuando no hubiera esa opulencia, como en el 1973/74, sobrevendrían la flexibilización laboral y la Triple A. Pero esas cuestiones, si bien directamente vinculadas con lo aquí tratado, exceden los propósitos de este trabajo.
ALEJANDRO GUERRERO
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