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Nuevo Curso

Encierro sin salida. L Actualidad del pasado.

Daniel Papalardo

……” haciendo caso omiso del rito que manda que para no regresar no debes voltear hacia atrás, desafiante dirigís tu última mirada para volver a encontrarte con la bestia. Siempre viva…” (fragmento de “Egreso” Walter Melián)

Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida.(Miguel Hernandez)

Ocurrió hace ya un tiempo en Rosario. En verdad, no sé si ha transcurrido un tiempo corto o largo desde aquel momento. No sé si existe alguien que pueda resolver ese interrogante. Un niño de 17 años de edad, encontró la muerte en una celda del Instituto de Rehabilitación de Adolescentes, en donde se encontraba alojado por considerárselo vinculado a la producción de un comportamiento considerado delictivo.

Según informe forense, su cuerpo ardió en un 80 %. Desde aquel entonces y por lo transcurrido hasta aquel entonces Néstor S para las estadísticas y los registros “civiles” paso a ser un niño muerto aunque en realidad en su vida no fue un niño. Fue, otra existencia, la de un menor, que nada tiene que ver con la de niño, de esos que juegan, van a la escuela, se visten, tienen un techo y por supuesto en su existir merodea el amor afectivo.

 Dirán los entendidos que la categoría infancia a la que apelan recurrentemente la Sociología positivista y el derecho vigente, no pudo comprenderlo. Dirán los “especialistas” que era un menor en conflicto con la ley penal.

        Como a su madre y su entorno, no les dio para vivir en el sistema social, el Estado tomo cartas en el asunto, y lo deposito en ese estigma que significa ser considerado «Un Menor», lejos de tratarlo como sujeto y cerca de manejarlo como cosa, su existencia tomó desde el inicio consciente el derrotero de la servidumbre callejera, siempre carente del dichoso respeto mutuo de los demás. Esos demás que luego solo bregaron porque fuera sacado de su vista y “que lo encierren para que no joda más”.

       Solo siendo una cosa y no un sujeto, es que puede decirse sin duda, que Néstor se incendió y no que se prendió fuego. Si su vida hubiera sido la de un niño, estaríamos hablando de tragedia. Pero como Néstor no pudo para nuestra cultura dominante ser otra cosa que un «menor», fue posible que terminaran las instituciones, por boca de sus funcionarios, tratando de explicar un «accidente».

Como «menor» nunca tuvo acceso a otra cosa que a carencias. Faltantes que le vinieron desde el nacer. Ausencias que su madre no pudo llenar, y que alcanzaron únicamente para cubrir, las miserias compartidas de un barrio, con barro, con inundaciones, aguas servidas, pegamento, marihuana o lo que fuera.

 Tal vez porque su paso por estas tierras, no fue otra cosa que un infierno, el fuego pasó a ser su único elemento esencial. Es lógico, como podía él saber que los griegos, en lo antiguo de esta humanidad, también hablaban del agua y el aire. Como iba a pensar en el aire, si tenía bien claro que nunca podría volar, y que el fuego, como lo dice el forense, en ese sitio paradójicamente frio en el que se encuentra ahora su cuerpo: “le afectó sensiblemente las vías respiratorias.

          Acaso también, porque nunca supo, ni tuvo, aspiraciones que pasaran del deseo de moverse, de transportarse, de ser en algo ya que no se le habilitaba ser en sí mismo, busco tener una moto como la que tanto tiempo vio pasar por aquella avenida tantas veces presente, signo de la cultura incluida del sistema, lugar donde viven los otros, cercana y lejana de su único y posible hogar: la calle.

             Es evidente, como iba a saber Néstor S , que irse de un Instituto de Recuperación de Adolescentes, iba a ser considerado una fuga. Si él, como dice Troilo, nunca se fue de su barrio, siempre estaba volviendo, y en su barrio, «casualmente» estaba el IRAR. Allí dieron con él los enviados del orden establecido, que buscando protegerlo » de la situación de riesgo en que se encuentra» (Sic), ordenaron, que volviera tras sus muros, a rasguñar esas piedras frías y desoladas de la habitación 9, pabellón A, donde fueron a dar sus huesos en esa noche de martes.

          Frio y desolación para un «menor”, nunca niño, institucionalizado para su resguardo», en razón de su abandono y por considerárselo en situación de riesgo. Fuego, incendio y humo, para salir a sangre y muerte de esa tremenda hipocresía.

En igual forma, en otras latitudes de esta misma sociedad, también hubo humo, fuego, muerte, tristeza e impotencia, por esas mismas L, distantes y cercanas. Esos factores son los que permiten la triste analogía. Esos mismos elementos, rodearon las circunstancias que se llevaron la vida de un maestro, en una ruta del país, donde se encontraba luchando por unos mangos más de salario. Humo, fuego, muerte, tristeza e impotencia, por un niño, que tampoco alcanzó a saber de la escolarización, un hogar, una mesa tendida, y el olor a tomillo y cocina del que nos habla Serrat, en el camino de regreso a mamá.

 Que la impotencia no nos gane. Que el dolor nos ilumine. Que la mentira se muera y la justicia le de color a nuestros vínculos. Que nadie merezca ser «rehabilitado en un instituto». Que no haya rehabilitadores ni desviados. Que el fuego, encienda nuestro espíritu y no dañe nuestros cuerpos, para que podamos terminar de una vez por todas con este orden perverso de cosas y realmente vivir.