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Nuevo Curso

MENSAJE EN LA BOTELLA. LA PREVALENCIA DEL FACTOR HUMANO. DOS FALLECIMIENTOS EN UNO UN MENSAJE DE MUERTE. EL OTRO LA EXALTACIÓN DE LA VIDA Y LA ESPERANZA .

NUEVO CURSO

Hoy se difunde por todos los medios la muerte de Blaquier. El fallecido no merece otro comentario por sus actos de vida, que la repulsa en toda la línea. Es un ícono de los gestores del genocidio. Detenerse a dar cuenta de su existencia y su extinción en la fecha, resulta poco significativo a poco que se repare en que su muerte pone un candado a la posibilidad de obtener de este hombre una versión de lo sucedido e indicaciones respecto de la suerte corrida por tantos desaparecidos. Una vez más la necesidad de la apertura de todos los archivos institucionales o personales aún existente deviene imperiosa y cada vez más angustiante ante el transcurso de los años y la complicidad de todo el poder político.

Sin embargo, en el torrente de informaciones, pasa hoy con menos significación la noticia de otro deceso, que tiene una inspiración inversa a la del sujeto que llevó a su tumba todos sus bien guardados secretos.

En el encierro del laberinto existencial. En ese lugar imaginario que todos los días nuestras mentes oprimidas diseñan como la materialización de ese infierno tan temido, algunas veces ocurre que el accidente, el azar, aparece como una flecha desvencijada y en madera que en una ruta solitaria y perdida indica el camino a seguir y el destino de nuestro derrotero por este mundo. Algo de eso sucedió hoy al enterarme de la muerte de este hombre con todas sus letras. Rescato incidentalmente a Juan Fon ya puesto en el olvido literario y como siempre a Marta Argerich que también da muestras de todo cuanto puede significar el arte en nuestra sociedad, algo así como una soga que ha quedado como única herramienta para ascender desde las sombras a una sociedad más cercana a la luz y la verdad.

El jardín de los Oé

En 1994, Martha Argerich tenía que dar un concierto en Japón a dúo con Rostropovich y le propuso tocar, entre la primera y la segunda parte del concierto, una pieza muy breve, de menos de cinco minutos, obra de un compositor japonés desconocido. La extrema levedad y sencillez de la pieza dejó perplejo al exigente público japonés.

 Argerich explicó después que para ella era “música pura” y que la había descubierto a través de su discípula y protegida Akiko Ebi, quien acababa de grabar un disco entero con las breves piezas de ese compositor desconocido. Ebi había grabado aquel disco por influencia de su primera profesora de piano, Kumiko Tamura. La señorita Tamura había dejado de dar clases a niños virtuosos para dedicarse por entero a un único alumno, con el cual venía trabajando hacía más de quince años. El alumno en cuestión era autista, epiléptico y tenía serias dificultades motrices.

 Su nombre era Hikari Oé y los lectores de Japón estaban bastante familiarizados con él porque aparecía en todos los libros de su padre, el flamante Premio Nobel Kenzaburo Oé.

Hikari había nacido en 1963 con una hidrocefalia tan tremenda que parecía tener dos cabezas. Su única posibilidad de vida dependía de una operación muy riesgosa y complicada que, en el mejor de los casos, lo dejaría con daños cerebrales irreversibles. Los médicos preferían no operar y el propio Kenzaburo era de la misma opinión, pero su esposa le dijo que prefería suicidarse antes que dejar morir a su único hijo.

 Kenzaburo debía partir a Hiroshima, para escribir un artículo sobre los médicos que trataban a las víctimas de la radiación. Muchos de ellos padecían los mismos síntomas que sus pacientes. Tenían, según Oé, más motivos que nadie para dejarse morir y sin embargo perseveraban, logrando en algunos casos resultados asombrosos. Kenzaburo volvió y le dijo a su mujer que apoyaba su decisión. Hikari sobrevivió a la operación pero quedó con lesiones cerebrales permanentes, epilepsia, problemas de visión y limitaciones severas de movimiento y coordinación. Su autismo era total hasta que la madre notó que su atención respondía al canto de los pájaros.

 Kenzaburo consiguió un disco en que se oían diversos cantos de aves y una voz masculina que los identificaba. Un año después, mientras llevaba a su hijo en bicicleta por un parque cercano, Hikari pronunció su primera palabra: “Avutarda”, dijo al oír el canto de un pájaro. Había memorizado los setenta cantos distintos de aquel disco. Lo mismo le pasaba con la música: cuando oía un fragmento de Mozart (la música favorita de su madre) era capaz de identificarla al instante por su número Kochel.

Así hace su entrada la profesora Tamura en la vida de Hikari. Al principio se limitaba a mostrarle melodías sencillas en el piano, que él pudiera repetir con un dedo, pero el interés de Hikari por esas lecciones (esperaba a su maestra en la puerta de la casa con un reloj despertador en la mano) y sus sorprendentes progresos hicieron que la señorita Tamura fuese abandonando sus otros alumnos y se dedicara por completo a él.

 De a poco logró que cada uno de los dedos de Hikari trabajara en forma separada y pudiera encarar progresiones armónicas. Luego le enseñó solfeo y notación musical. Pero Hikari mostraba menos interés en practicar piezas de Chopin o Bach que en sus propias improvisaciones.

La señorita Tamura decidió entonces empezar a explorar junto a Hikari ese mundo de sonidos que éI tenía adentro. Las sesiones frente al piano se hicieron diarias y ocupaban toda la tarde, luego de que Hikari volviera de la escuela especial donde hacía manualidades.

 Rara vez apelaba a la palabra para comunicarse pero con un mero tarareo era capaz de expresar lo que quería a sus padres y sus dos hermanos. Hikari y la señorita Tamura trabajaron en ese lenguaje, con proverbial templanza japonesa, durante diecisiete años. Hikari fue componiendo breves piezas en ese lenguaje, que pulía y pulía con obsesión autista hasta lograr poner en ellas su relación emocional y sensorial con el mundo, desde la muerte de un maestro querido hasta un día en el campo con sus hermanos (así eran los títulos de las composiciones).

 Un día, la señorita Tamura recibió en su casa la visita de una ex alumna, la ya célebre Akiko Ebi. Cuando ésta le preguntó a qué había dedicado todos esos años, la anciana la sentó al piano y le mostró las piezas de Hikari, y el resto ya ha sido dicho.

En 1994 Kenzaburo ganó el Premio Nobel y en su discurso en Estocolmo anunció que ya no escribiría más novelas, que no hacía falta. Porque desde 1963, desde el regreso de aquel viaje a Hiroshima y de la operación a su hijo, Kenzaburo había instalado a Hikari en el centro de su literatura: había decidido darle una voz, ya que su hijo no podía tenerla.

Hasta entonces su escritura estaba orientada a las catástrofes de la historia japonesa reciente: la guerra, la bomba atómica, el culto al emperador, al militarismo, y sus consecuencias. A partir de entonces, el foco pasó a la paternidad y su vínculo con Hikari. En 1964, luego de la operación de su hijo, publicó Una cuestión personal. En 1966 fue aun más áspero: Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura. A los que siguieron El grito silencioso y luego Las aguas han invadido mi alma. La irrupción de la música y de la profesora Tamura en la vida de Hikari se puede adivinar en los títulos siguientes (Despertad, oh jóvenes de la nueva era, o Una familia tranquila, o Carta a los años de nostalgia), pero casi no se la menciona en sus páginas; es como si no tuviera lugar en la áspera escritura de Kenzaburo: Hikari es sólo esa presencia constante en casa de los Oé. Hasta que salió el disco de Akiko Ebi y Japón primero y el mundo después descubrieron que Hikari tenía una voz propia: ya no necesitaba que su padre hablara por él.

Para Kenzaburo, darle una voz a Hikari consistió en realidad en cargar él con el tormento, alivianarle las espaldas a su hijo. Cualquiera que haya leído sus libros sabe lo duro e insobornable que ha sido siempre consigo mismo, así como con su país. Cualquiera que escuche la música de Hikari después de leer los libros de Kenzaburo entenderá al instante que, lo que hizo el padre, efectivamente liberó las espaldas del hijo.

 Nabokov decía que no se lee con la cabeza y tampoco se lee con el corazón: se lee con la espalda, más precisamente con ese lugar entre los omóplatos donde alguna vez tuvimos alas. La música de Hikari es así: entra por la espalda. Apenas empieza, termina. Pero mientras dura es posible imaginar esos otros momentos en casa de los Oé, esos que Kenzaburo no retrató en sus libros, esos que hicieron posible que los Oé pudieran sobrevivir a su locura, al grito silencioso (“Me horroriza pensar lo que hubiese sido la vida de Hikari y la de su familia sin la música”, ha dicho el padre).

Kenzaburo no cumplió su promesa de no escribir más novelas; ya publicó tres. Hikari sigue componiendo sus piezas breves; ya le hicieron tres discos. En casa de los Oé, todos los días se parecen: en un rincón del living está Kenzaburo escribiendo, en otro rincón está Hikari frente al piano y, en el jardín, poblado de comederos de pájaros, se ve a la señora Oé rellenando los cuencos con un sobrecito de semillas.

Juan Forn (contratapa aparecida en Página12 el 30 de octubre de 2015

El novelista japonés Kenzaburo Oé, Premio Nobel de Literatura en 1994 e ícono progresista que desafió el conformismo de la sociedad moderna, murió a los 88 años de edad, informó este lunes (13.03.2023) la editorial Kodansha, que detalló que el deceso se produjo por causas naturales el pasado 3 de marzo, y que la familia ya realizó el funeral.