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Nuevo Curso

LA INTRUSA

Nuevo Curs

Ella tuvo la culpa, señor juez. Hasta entonces, el día que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. En cuanto a esa, me pareció sospechosa desde el primer momento.

Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además, ¡qué exageración!, recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían de elogios. Alguno, deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, señor juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que me colman la medida. La intrusa, poco a poco me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer.

“González –me dijo el gerente–, lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios”. Veinte años, señor juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor juez, y que le pegué, con todas mis fuerzas. Fui yo quien le pegó con el fierro. Le gritaba y le gritaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice. Pedro Orgambide –

El cartonero y su familia

 En la tipología de la pobreza, el cartonero ocupa uno de los primeros lugares. Es el que hurga en los desperdicios, el que encuentra valor en lo inservible. Si bien su nombre alude, en forma genérica, a la tarea de recolectar cartones, periódicos y papeles, su repertorio es mucho más amplio y abarca, diversificándose, desde cosas pequeñas hasta muebles y colchones abandonados en la vía pública, latas de cerveza, trapos, envases de comestibles y gaseosas, perchas, aros de metal, relojes viejos, zapatos y todo lo que alguna vez sirvió para vestir o comer o presumir antes de transformarse en la basura en la que investiga el cartonero. Uno lo ve clasificar con buen ojo cada cosa, separar lo útil de lo inservible, lo que se puede “reciclar” de lo que se condena al olvido. Gesto de conocedor, de marchand, de catador, que acompaña los movimientos de sus manos en las bolsas de desperdicio de la ciudad. El cartonero puede trabajar solo o acompañado de sus hijos o de toda la familia. Si es así, se lo verá acarreando “changuitos” o un carro de mano, que empuja, seguido de su pequeña tribu, obediente a sus órdenes, a su conocimiento de la calle. En cada barrio los cartoneros dividen sus zonas de influencia, sin molestarse. Sin embargo, he visto camiones y “chatitas” de mayoristas-cartoneros que dirimen sus derechos a la recolección en tal o cual geografía urbana. Al fin, es un negocio como cualquier otro, en el que rige la ley de la oferta y la demanda, en el que se impone el más fuerte. En todo caso, no hay un solo tipo de cartonero. El más tradicional es aquel que en otro tiempo fue “ciruja” de la Quema. O el que heredó su arte o su oficio. Pero la mayoría es gente desplazada del taller o el empleo fijo en la oficina. A estos últimos uno los reconoce por la ropa que delata un pasado esplendor, o al menos cierta prosperidad, y también por la mirada esquiva, avergonzada, de quien se siente incómodo en la nueva tarea.

El cartonero, por lo general, trabaja de noche. Aparece con las sombras de la ciudad y se mimetiza con ellas. Discreto, no se permite ni el comentario ni las risas y bromas de los otros vendedores ambulantes, que surgen cuando el cartonero se va, silencioso y furtivo. A no ser que se presente con sus hijos, que lo ayudan en la tarea, o trabajan a la par de los adultos. Detrás del carrito de mano o del carro a caballo que ha reaparecido en la ciudad, los chicos vuelcan el contenido de lo que urgaron en las bolsas de basura. Se van los chicos del cartonero y quedan en la noche los chicos de la calle. Se los ve en los andenes de las estaciones, en los vagones abandonados, en los recovecos de una casa tomada. Son los supuestos o reales delincuentes comunes, a quienes someten en algunas comisarías de provincia a las pateaduras, al “submarino seco” o a la violación. ¿Quién escribirá acerca de estos chicos? ¿Estará naciendo entre nosotros el que cuente sus desventuras? No lo sé; cuando converso con ellos solo siento vergüenza.

Una tarde en el shopping

A pesar de la crisis, la familia tipo esta tarde pasea por el shopping. Es su entretenimiento, su diversión, la manera de distraer su ocio. Está en su casa, en su hogar idealizado, en un mundo que puede colmar el apetito con su vista. Producto de la globalización comercial, de la política monopólica, el shopping concentra en su arquitectura, circulación y oferta, variadas respuesta al irrefrenable deseo de comprar. Escenario del añorado bienestar a través de múltiples invitaciones al placer doméstico, tiene como objetivo fundamental a la familia, aunque su target, como aseguran los expertos del mercado, es amplio y versátil: alcanza al joven, al niño, a la mujer, al hombre, a los diferentes extractos de la población, con énfasis en la clase media, la más proclive al indiscriminado consumo. En el shopping se apagan los ecos de la realidad exterior y uno entra en la realidad virtual de un mundo apacible y confortable, despojado de

fealdad. Allí la pobreza es una intolerable intrusa. Están de más los “piernas sucias”, los “sucios“, los “rotosos”, como definieron varios ex gerentes de un centro comercial a un grupo de gente menesterosa e imprudente. En el shopping no hay conflictos sociales. Quienes no pueden comprar, pueden caminar por sus pasillos. No está prohibido, siempre que se porten bien. El personal de vigilancia se ocupará de que suceda así, de que la familia tipo se sienta cómoda, libre de asechanzas, mientras recorre los negocios sin temor a lo imprevisto. Se oye la música funcional y el sonido del agua de una cascada artificial, entre palmeras también artificiales. La familia ha llegado a su oasis. Puede hacer una pausa y seguir el recorrido por los negocios semejantes a los diseminados en cientos o miles de lugares del planeta. En tiempo de crisis, el shopping se niega al pesimismo, crea promociones, establece horarios diferenciales, intenta seducir, una vez más, a la familia tipo. Ella concurrirá al shopping, como antes concurría al cine o al teatro, transformados ahora en playas de estacionamiento. Ella, la familia argentina de clase media, no se privará de ese placer, a pesar de la crisis. Aunque no compre nada.

El piquetero

Sombra inquietante de la crisis, emerge detrás del humo de los neumáticos quemados, en medio de un puente, en mitad de la ruta. Es uno y muchos; es el hombre y la mujer anónimos que surgieron de la desazón, del hambre y de la bronca. Están allí, alerta, como augures y pitonisas de la tragedia de un pueblo. Son lo que son: las circunstancia de un despido, de un desalojo, de las promesas incumplidas, de las humillaciones de mendigar, de la falta de trabajo, salud, educación para sus hijos. El piquetero tuvo profesiones, oficios, empleo, ocupaciones de la vida útil. Después deambuló en busca de una changa, de cualquier trabajo efímero. Se fue cansando poco a poco, acumulando bronca. No era nada y nadie en la sociedad. Molestia, en todo caso. Le ofrecieron planes de trabajo, paquetes de comidas, paliativos para la pobreza. Pero, al fin se olvidaron de las promesas y de él, que de todos modos era un nadie.

No está solo. Junto a él aparece la piquetera, con un jarro de mate cocido y un trozo de pan. Un chico corre al costado de la ruta, bajo la mirada vigilante de la piquetera. Es la sagrada familia de la crisis. Ocultos en la niebla y más tarde en medio de la tormenta, llegan los represores. Se oyen los estampidos. El hombre se agiganta entre relámpagos e insultos. Toma una piedra. La mujer agarra su hijo y lo protege con su cuerpo. “¿Dónde está Dios?”, pregunta una anciana a quien alcanzó un proyectil de goma. Está de rodillas y reza su incertidumbre. “Eva -murmura-, Evita”, como si la abanderada de los humildes pudiera oírla desde el cielo. Según el Diccionario de la Lengua Española, un piquete, en su quinta acepción, es un “pequeño grupo de personas que exhibe pancartas con lemas, consignas políticas, peticiones, etc., en algunos países de América”. Y en su sexta acepción: “grupo de personas que pacífica o violentamente, intenta imponer o mantener una consigna de huelga”. Quien integra un piquete sabe que se arriesga a ser un blanco móvil para los represores y un objeto menos preciado en el discurso oficial. Su no estar en un trabajo, ocupación social, residencia fija lo hace sospechoso. Ahora es sólo una sombra, una amenaza fantasmal, una mancha sobre las prolijas estadísticas de los bien pensantes. Si no es posible borrarlo por las buenas, ellos no dudarán eliminarlo por las malas. El piquetero lo sabe. Por eso pelea, defendiendo su identidad en las rutas de una Argentina en crisis. Él sabe que tiene el derecho a tirar la primera piedra.

Pedro Orgambide .Publicó su primer libro, Mitología de la adolescencia, en 1948, a su vuelta del interior del país, donde había trabajado durante un tiempo como jornalero. Cultivó todos los géneros literarios. Fue periodista, guionista de cine y televisión, libretista, bailarín de tango, profesor de Estética en una escuela de danza, profesor universitario y redactor creativo de publicidad, entre otros oficios. Fundó la revista La Gaceta Literaria, en Argentina, y Cambio, en México, junto a Juan Rulfo, José Revueltas y Julio Cortázar. Su compromiso político lo llevó al exilio en México durante la dictadura militar en Argentina, entre 1974 y 1983, año en que regresó a su país. En 1957 publicó su primera novela, El encuentro. Le seguirían Memorias de un hombre de bien (1964), El páramo (1965), Los inquisidores(1967), El escriba (1996), Aventuras de Edmund Ziller en tierras del Nuevo Mundo (1976, Premio Nacional de Novela de México), Un caballero en las tierras del sur (1997) y Una chaqueta para morir (1998). Publicó varios volúmenes de cuentos, entre otros: Historias con tangos y corridos(1976, Premio Casa de las Américas), La mulata y el guerrero (1986) y Cuentos con tangos (1998). Su contribución al panorama teatral argentino fue importante, con obras como La vida prestada (1959), Concierto para un caballero (1963), Don Fausto (1995) y Se armó la murga (1974). Dentro de su producción ensayística destacan los siguientes títulos: Horacio Quiroga, el hombre y su obra (1954), Crónica de la Argentina (1962),Yo, argentino (1968), Radiografía de Ezequiel Martínez Estrada (1970), Enciclopedia de la literatura argentina (1970), Genio y figura de Martínez Estrada (1985), Gardel y la patria del mito (1985), Ser argentino (1996) y Un puritano en el burdel (1997). Es autor también de una autobiografía titulada Todos teníamos veinte años (1985). En 1997 recibió el Premio a la Trayectoria Artística del Fondo Nacional de las Artes argentino.

Orbambide dejo en su existir la evidencia de un trayecto que de modo consciente,  no fue signado por  la construcción de una pieza en particular, sino a aquel que mide su trabajo , atado a un proyecto que le supera a su individualidad postulando un programa totalizador de nueva sociedad

Orgambide, en su práctica, como modelo autoral, corresponde a una generación que, en su urgencia por cambiar el mundo –volverlo más justo, más solidario, más inventivo–, no vacilaba en abordar toda manifestación artística confiando, además de su potencial expresivo, en su capacidad para reflejar las contradicciones sociales, contrapunteando la historia íntima con la colectiva

Sus “bajadas de línea y sus ajustes de cuenta” están, siempre atravesados por un humor reflexivo utilizado como herramienta en el decir. Lo que hay es un hombre observador, siempre más próximo a la ironía que al resentimiento. Un ser agudo en la percepción de mezquindades y vilezas, contrastándolas con heroísmos secretos ,historia  leída como epopeya violenta y, a la vez, como fatalidad. El contrapunto entre la payada y el tango, entre la crónica y lo sainetesco, entre lo culto y lo popular.
Orgambide murió un 19 de enero de aquel 2003  plagado de incertidumbres  mientras se afeitaba. Desde ahí hasta la actualidad, solo hay señales tendenciales de un tiempo político que cierra con la naturalización de la miseria. Sin embargo ahí están sus libros, en las mesas de saldos, en las librerías de usados. Venganza del mundo taimado y traidor

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