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Nuevo Curso

EL ESPANTO COTIDIANO DE LA VULNERABILIDAD            NATURALIZACION CLASISTA DEL HORROR.                                                                                                          

Esto es la soledad
yo y estas cuatro paredes

y esa puerta fría y vieja
por donde no pasa nadie.

Esto es la soledad

el estar pensando hasta

que el cerebro parece explotar.

Esto es la soledad

mirar el techo todo un día entero

Esto es la soledad

es estar sufriendo al escuchar

como el resto de los pibes, está en visita

Esto es la soledad

es desear tener una mujer

conmigo en este momento.

Pero saber que la única compañía

es esa cucaracha que cruza la pared.

                         Extraído de La venganza del cordero atado, Camilo Blajaquis.

(Seudónimo de César Gonzales)

Más allá del acercamiento que se pueda tener por cada uno a un conflicto social determinado, la noticia del conflicto en sí por sus apariencias, en el actual estado del orden capitalista, supera las barreras que podrían evitar su divulgación. Ese generalizado modo de estar en boca de unos y otros, cualquiera fuera la vía de comunicación, traduce en lo inmediato el espacio de la opinión y con ello más de una alternativa del posible conocimiento sobre el suceso. En este caso nos enfrentamos a sucesos trágicos, operados en una unidad del servicio penitenciario.

Sin embargo, en el mismo momento y con su propia dialéctica asistimos a un fenómeno específico: frente a episodios de violencia que protagonizan los individuos, luce bajo el común denominador la mirada criminalizaste y su consabido corolario de un discurso moralizador. Frente a la violencia del Estado burgués, la tendencia inversa es hacia su naturalización. De esta manera la retórica se resume en un nosotros y ellos, y esta sirve como base de inscripción y justificación en el sentido común de odio hacia el otro, concretado en el “que se jodan, por algo están presos”.


  El aspecto problemático de este fenómeno, viene dado por su matriz ideológica, en sentido de creación de falsa conciencia. Detrás de esta manera de ver, los sucesos avanzan. Las motos de alta cilindrada con tipos de negro, cascos, chalecos y armas largas, la tecnología represiva, los carceleros lanzados a cualquier reacción, todos bajo el anonimato y con habilitación normativa se convierten en una suerte de caballería de la decencia. También están las combis de la “policía científica”, las cintas que marcan los espacios vitales del horror y el atropello generalizado de barriadas enteras, desde donde nacen también presurosos los “vengadores privatizados”; los posmodernos cultivadores del ojo por ojo, siempre que el ojo no sea el nuestro, y nunca el de los sujetos sociales que se valen del poder del Estado para llevarnos a la miseria y luego aporrearnos.

Lo central es el discurso moral que aumenta su adhesión generalizada en un sentido común de clase, que define el bien y el mal con matrices de dominación subjetiva, a partir de una estructura de libertad negativa basada en la tesis según la cual: mi derecho termina donde empieza el del otro, o el famoso respeto mutuo, donde como una operación comercial, se respeta al otro y se recibe de vuelta el mismo respeto.


Lo cierto es que la realidad objetiva enseña que no puede haber respeto mutuo si cada uno visualiza su libertad como una suerte de espacio apropiado, una actitud territorial en donde el otro no tiene ingreso sino bajo la amenaza del castigo por intromisión, en tanto desde esa lógica, el diferente es un objeto sobre el cual actúo y me interrelaciono solo en base a la satisfacción utilitaria de mis necesidades.


 Dicho, en otros términos, si el discurso moralista binario propio de la definición contingente de lo bueno y lo malo, se consolida sobre la premisa: bueno es lo que me hace bien como sujeto y malo lo que perjudica mis intereses, entraremos irremediablemente en el terreno de que lo bueno para mi es necesariamente malo para alguien, y así terminar cayendo en una relativización absoluta de los valores sociales.

    Al tratar los asuntos de la moral, la discusión ha puesto de manifiesto  que si se rebaja el movimiento social a una simple manipulación de las masas con vistas a alcanzar tales o cuales objetivos de poder, y la política se convierte en una técnica social que se apoya en la ciencia de las fuerzas económicas, el sentido humano se aparta de la esencia misma del movimiento para establecerse en otra esfera que trasciende a este movimiento: el campo de la ética.
Desde el momento en que se considera a la realidad histórica como el campo de una estricta causalidad y determinismo unívoco, en el que los productos de la práctica humana, en forma de factor económico, poseen más razón que los propios hombres, e impulsan la historia por una necesidad fatal o una ley de hierro hacia un avance ciego, de inmediato chocamos con el problema de saber cómo debe armonizarse esa lógica de lo ineluctable con las actividades humanas.

 La dialéctica materialista postula la unidad de lo que le pertenece a las clases trabajadoras y a toda la humanidad a través de su marco teórico, sobre todo, por la práctica concreta del marxismo. Pero en el proceso histórico real se cumple de manera que esta unidad está en vías de constitución mediante la totalización de las antinomias o, por el contrario, en vías de disgregación en polos aislados y opuestos.

 Si se aísla lo que les pertenece a las clases trabajadoras, y se las abstrae de una percepción de totalidad integrada, se cae en el sectarismo y en una deformación burocrática del socialismo, que puede desembocar en el oportunismo, o en una interpretación reformista de los conflictos sociales.
En algunos casos, la desunión produce un amoralismo brutal, en otros, un moralismo impotente. En el primero implica una distorsión simplificada de la realidad, en el segundo, la capitulación frente a una realidad incomprensible.
Naturalmente, existe una diferencia entre la realización de la totalidad dialéctica que incluye a las clases, los procesos productivos y la humanidad-social en el marco del pensamiento teórico, que interaccionan con la realización de la vida concreta. Pero la relación entre la teoría y la práctica es, en este caso, una relación entre las tareas reconocidas como posibilidades del progreso humano y su capacidad de resolver conflictos.

Las enseñanzas que deja ver el método dialéctico no revelan las contradicciones de la realidad humana para capitular frente a ellas y considerarlas como antinomias, en las que el individuo termina eternamente aplastado. Tampoco es una falsa totalización que deja al porvenir la solución de las contradicciones. El problema central que se plantea es el de la conexión entre la conciencia de las contradicciones y la posibilidad de resolverlas. Pero mientras la práctica sea considerada como un practicismo, como una manipulación de los hombres, o una simple relación técnica con la naturaleza, el problema seguirá siendo insoluble. Una práctica alienada y divinizada no es una unidad de la vida concreta, ni tampoco la posibilidad de crear una bella totalidad histórica en el porvenir, más bien es una atomización y una pasividad contemplativa, sometida por antinomias fijadas en la utilidad de los medios y los fines. El problema de la moral se convierte así en un asunto de discernimiento entre la práctica divinizada y fetichista, y la praxis revolucionaria, donde ésta última conoce las cosas como resultado de su acción, en la medida en que también las crea y las transforma través del movimiento de su interacción dialéctica.

Estamos nuevamente frente al despliegue de la postura más intransigente, monolítica y conservadora de exaltación del encierro carcelario, como un dispositivo ideológico y práctico, anclado en parámetros positivistas de defensa social, que ve en la persona privada de su libertad un enemigo, esto es, un otro diverso que debe ser asegurado tras rejas, candados y muros para permitir la existencia pacífica del resto.

El centro del discurso que se toma de punto de partida es que no existen alternativas frente al conflicto social, su remedio es el sistema penal, y su consecuencia inmediata la cárcel. El peligro de este posicionamiento lleva a que cada vez que se discutan aspectos relacionados con las instituciones de encierro, sus contradicciones y efectos perniciosos se naturalizan en función de la mentada falta de opciones válidas. Las respuestas que se asumen frente al problema de los reclamos de personas privadas de su libertad, parten de la premisa indubitable de que no hay otra opción que la cárcel, y que la misma por definición implica de por sí un daño sobre el sujeto.

 Sin embargo, las campañas de ley y orden, acudiendo al sistema penal  como respuesta a la falta de acatamiento voluntario a ese paradigma, que se acompañan con mayor criminalización de conductas e incrementos de penas, producen un efecto particular que es el hacinamiento en los establecimientos carcelarios, que por sus características le quita a su discurso toda justificación racional, y que se reduce a la retribución vengativa del daño social producido –en la mayoría de los casos–a una retribución que resulta mucho más exacerbada que el delito en sí.

En paralelo, lo que también se exhibe a partir de los hechos en cuestión y sus contingencias ulteriores, es que la idea de resocialización muestra a los ojos de todos y con mayor contundencia su fracaso. Incluso su sola mención permite que amplios sectores de opinión aludan a esa idea con menosprecio, buscando resignificar el encierro por el encierro mismo, para oponerse a toda alternativa como la morigeración por vías de instancias educativas o laborales. Dicho, en otros términos, la caída del mito de la “resocialización” se presenta hoy como un dato incuestionable, que se liga a la imposibilidad de contener el crecimiento incesante de la población penitenciaria.

 El Estado exhibe con los últimos sucesos en una unidad carcelaria radicada en Córdoba, un sistema penitenciario colapsado.  A los ojos de cualquier observador mediático se alejan las escenas de “el marginal” para pasar a presenciar testimonios fílmicos y orales, ajenos al campo de la ficción, con la contundencia que solo la realidad puede exhibir.

También queda claro que no es solo un problema de cantidad de personas en espacios físicos reducidos, sino también el origen de clase de los encarcelados, todos pertenecientes en su mayoría a sectores sociales vulnerables, de los cuales un elevado porcentaje de ellos no presenta una atención de cuidados de salud previos.

La difusión ideologizada del conflicto social con eje en la idea de “inseguridad”, y la construcción de un estado ascendente de alarma social complementario del primero, han generado reformas penales y prácticas judiciales tendientes al desconocimiento de derechos que son alegados por los detenidos. En ese sentido son cuantiosos los decretos y reglamentos que nacen desde áreas intermedias del ejecutivo con carácter administrativo, que dificultan en grado sumo acceder a situaciones de mejoramiento del encierro, que además se contemplan en el ordenamiento normativo vigente, y que incluso son aconsejadas por organismos internacionales en base a convenciones que ha suscripto en su oportunidad la república burguesa.

En esa línea restrictiva se destaca la pretensión y el objetivo de que el interno desarrolle el cumplimiento íntegro de la condena, sin instancias de liberación parcial previas. Estas determinaciones reflejan al propio Estado abandonando el programa de resocialización, en la medida que no aporta incentivos por cumplimientos de objetivos por parte del detenido. Este fenómeno es la declaración expresa de que todo lo que se busca hoy con la cárcel es la incapacitación del sujeto, esto es, la destrucción sistemática de su subjetividad.

         Todo lo indicado está puesto en cuestión con la acción de los internos de distintos penales de nuestro país. Sin embargo, la lucha que inician los directos perjudicados y sus allegados va mucho más allá de ese colectivo, intenta trascender a la sociedad en su conjunto, exigiendo un posicionamiento de clase por parte de los trabajadores que buscan terminar con este contexto represivo. Adquiere centralidad percibir que no se trata de un planteo sindical, sino que la lucha por lo inmediato impone un objetivo estratégico mayor ligado al cuestionamiento mismo del Estado, en su faceta de titular del poder punitivo sobre los cuerpos. Esto requiere objetar el carácter inevitable de la cárcel y su condición de epicentro del castigo. Es a partir de esa premisa que el objetivo socializador deja de habitar el espacio de los mitos y toma cuerpo en la realidad.

         Lo inmediato exige el abandono por parte de las agencias estatales de toda práctica, cuya modalidad expresa o implícitamente traiga aparejada  situaciones incapacitado ras y neutralizadoras de la persona que ha sido sancionada con una pena, evitando que el encierro de un sujeto sea utilizado con su cuota de castigo y daño para pretender modelar y controlar de modo direccionado los comportamientos de la sociedad, y en particular, de los grupos humanos vulnerables que se desenvuelven en su interior. En otras palabras, debe cesar la opción dominadora de clase con contenido social segregativo.

Es necesaria una redefinición de la política criminal en orden a la reducción del poder punitivo de las agencias estatales por vía de la despenalización de conductas, disminución del monto de las penas y abolición de la prisión preventiva. Y sustituir el control y la dirección del tránsito penitenciario del condenado –hoy en manos del Estado– por vía de organismos creados desde la propia clase trabajadora, externos y distintos al equipo militarizado que hace a la estructuración actual del servicio penitenciario.

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