NUEVO CURSO
La época empuja, en un ritmo vertiginoso y constante, al consumo , porque todo indica que es ese medio para dar cumplimiento a la obligación de la felicidad. Una suerte de deuda eterna que nos acompaña desde el primer minuto en que por otro que nos nombra , advertimos que tenemos una identidad y un válido deseo de darle cuerpo y sentido. Nos abarca entonces, un mandato: ser feliz a toda hora, en todo momento, y con ello afrontar todos los costos , inclusive la utopía de pensar que un objeto nos la puede proporcionar y que lo real posible es la vida en día a día y mañana se verá detrás de que elemento nos valdremos para continuar. Eso incluye sin dudas y fundamentalmente el enajenamiento hacia la mercancía objetivando al otro como sujeto, el problemático imperativo del poder y la sujeción fetichesca
Al fenómeno lo percibimos no solo por estar instalado objetivamente en el orden social y sus relaciones productivas. Lo vemos además reforzado en los paradigmas de la cultura dominante que dan forma a nuestros vínculos, particularmente en las publicidades y la penetración constante del formato y sus consecuencias consumistas en las redes . también lo oímos en los que nos rodean, afrontando en todos los casos como amenaza prevalente a su inverso, es decir el espacio de la frustración constante y proyectado en el propio espacio existencial como agotamiento de la quimera de pensar un mundo sin humanidad.
Buscando dar contexto a esta idea de la felicidad como obligación que gira en torno del fenómeno de la conciencia social y la constitución del ser social que es la alienación , nos pareció importante ocupar el espacio con una versión en texto literario que públicamente aporto Martín Kohan una vez que pudo conocer la noticia de un novio fugitivo que dejó de dar razón de su presencia dos días antes de su casamiento, abrumado porque aparentemente no podía pagar los costos de la fiesta.
NO QUIERO
La tiranía de la felicidad se ha cobrado una nueva víctima. Me urge reivindicar, diré incluso que solidariamente, el nombre de Fernando Marengo. El novio que el otro día, el día de su boda, no apareció donde se lo esperaba.
La historia del novio que el día de su casamiento se escapa es tan vieja como incesante, y se presta para la tragedia no menos que para la picaresca, para la comedia romántica no menos que para el thriller, para la fábula del desamor no menos que para el policial de enigma. Esa historia ha vuelto a ocurrir. El día de las nupcias llegó, y de Marengo ni noticias hubo. Se lo vio tomar un taxi en su ciudad, Santa Fe. Y no se supo más de él hasta que un primo lo encontró, por casualidad, lejos de ahí, deambulando por las calles de Rosario. Yo supongo que taciturno, aunque las noticias del caso no lo especifican.
¿Qué le pasó? ¿Tuvo dudas? ¿Tuvo miedo? ¿Tiene a otra? Nada de eso. Fernando Marengo huyó al ver que no podía afrontar el pago de la fiesta de bodas. Sucumbió, hasta desesperarse, a ese mandato implacable y cruel que obliga al que está feliz a expandir esa felicidad; a garantizar, organizar y solventar la alegría, hasta hacerla colectiva y lograr que quepan en ella los amigos, los parientes cercanos y lejanos, los allegados, los conocidos.
El festejo, por lo visto, importa más que lo festejado. La pura celebración, como tal, se impone por sobre el hecho que se celebra. Y llega a ser, según se ha visto, capaz hasta de suprimirlo. La fiesta ya no es consecuencia, sino principio y razón. Para la felicidad impuesta siempre existe alguna excusa: un casorio, por ejemplo, suele funcionar bastante bien. Pero semejante conminación fatalmente cuesta plata: como Marengo no la consiguió, tuvo que darse a la fuga.
La que sufrió de más fue Virginia, novia en vano, que supuso, por error, que él ya no la amaba más. Y la verdad es que la adora.
Con más profundidad y amparándose en el cuento, como género literario que le permite introducir una narración breve, y ficcional, Martín Kohan nos dejó también el siguiente texto:
FELICIDAD.
Me enamoré de ella demasiado pronto: casi al instante. Para cuando supe que era policía, ya era tarde, no podía arrepentirme, no quería echarme atrás. Había oído hablar, como todo el mundo, de flechazo y de primera vista; pero nunca había creído en eso, lo tomaba como una exageración, un mito de novelas rosa. Y sin embargo, así pasó. De la fiesta en la que nos conocimos nos fuimos directamente a su departamento, que quedaba a pocas cuadras; nunca me había pasado, hasta esa noche, irme así con una mujer de la que ya estaba enamorado (si ocurría, llegaba después; y en general, no llegaba nunca).
Para entonces, lo que sabía de ella era poco (pero ese poco, evidentemente, me bastó para quererla). Sabía cuál era su nombre (Patricia), sabía cuál era su edad (veintisiete), sabía qué auto tenía (un Peugeot 206), sabía dónde vivía (en Sarandí), sabía que era soltera. Sabía que manejaba muy bien: apurada y un tanto agresiva. Que era policía lo supe recién a la mañana siguiente, mañana que fue casi mediodía, en el ir y venir del mate amargo y las galletitas de agua. Oficial ayudante en la comisaría quinta de Villa Fiorito. No recuerdo qué le dije, pero sí lo que pensé: que en otro tiempo esto habría sido imposible, que la cana era un asunto de hombres, que ninguna mujer (salvo en la televisión) iba jamás a meterse en eso. Y que después, con el cambio de costumbres, cuando empezó lo de las mujeres, eran todas tan sin gracia, tan fornidas y apocadas, que a mí me parecía imposible que alguien fuera a enamorarse de ellas.
De mí, dije lo que digo siempre: que tenía, en sociedad con mi hermano, un aserradero en Lanús Oeste. Lo cual es relativamente cierto, al menos en lo sustancial, porque es cierto que él comparte sus ganancias conmigo y yo comparto mis ganancias con él, es cierto que paso tiempo ahí metido en la oficina que hay en la entrada, y es cierto que es en la parte de atrás del aserradero de mi hermano donde guardo desde siempre la moto, el casco negro, los dos fierros, la ropa de matar.
Mi oficio es sencillo, es rentable y no lleva demasiado tiempo. Salgo dos o tres veces al año, a veces puede que cuatro, en épocas de malestar puede que haya salido hasta cinco. Con eso me alcanza, el resto es ocio. Me permite un buen pasar (el mismo buen pasar que tendría si fuese de veras socio de mi hermano en el aserradero) y no tengo más pretensiones en la vida. Robar, en cambio, es más expuesto y demandante; ser matón de algún figurón es ya casi trabajo esclavo. A mí me llaman por asuntos puntuales. Yo salgo, cumplo, vuelvo y cobro. Lo que hago se paga muy bien.
Preparar cada trabajo suele llevarme más tiempo que ejecutarlo. Pasará lo mismo en otros rubros, seguramente. Ver el lugar, identificar a la persona, establecer hábitos y horarios, elegir la forma adecuada. Mi tarea es más que nada mental, si uno se fija. Lo demás lleva una hora, una hora y media a lo sumo: la moto, el viaje, llegar, bajar, tirar, salir. En general, con un solo tiro me basta. Es raro que necesite dos.
Al aserradero voy siempre y estoy al tanto de lo que pasa (mi hermano es muy conversador, yo siempre fui más bien callado); nunca me faltaron, por lo tanto, temas y anécdotas que compartir con Patricia. Ella por su parte me cuenta sus rutinas policiales: controles en Camino Negro, alguna redada con orden judicial, peleas callejeras en las que hay que disuadir, algún borracho que se pone agresivo con los vecinos, cosas así. El resto también es espera y paciencia: consigna en la puerta de algún banco, ronda en una esquina determinada.
Un día le pregunté, conversando, si ya le había tocado matar a alguien. Me dijo que no. Se hizo un silencio. “Deber ser fuerte”, dijo. Yo no dije nada.
Me fui a vivir con ella a los seis meses de relación. Al año nos casamos, con papeles y todo, y pasamos del departamento suyo a una casita que compré en Bernal, con garage y jardincito al fondo. La nueva vida social fue la parte más curiosa, de todos los cambios tan hondos que el amor trajo a mi vida. Porque casi todos los amigos de Patricia forman parte de la fuerza (lo digo con las palabras que ella misma utiliza); salimos a comer a veces, o vienen un domingo a casa, me toca frecuentar policías, agentes comunes en general, pero a veces un comisario o un subcomisario. A la fiesta de casamiento vino hasta un inspector principal.
No hay nada que con amor no se pueda. Yo me llevo bien con todos, de algunos hasta me he hecho amigo. Ellos cuentan operativos, yo les hablo de maderas; fuera de eso, están los hijos de los que ya tienen hijos, o los países que se han conocido en viajes, o directamente el fútbol: conversación nunca falta. Una vez me tocó limpiar a un retirado al que Patricia conocía y al que, por lo visto, le guardaba un afecto sincero. Las cosas fueron distintas que siempre. Los tipos que tengo que limpiar (los tontos que se pasan de vivos, los que se creen paladines de algo, los amigos de lo ajeno, los que no quieren entender por nada) están habitualmente solos, por solos quiero decir sin custodia; y si acaso tienen custodia, yo siempre lo sé desde antes. Fue distinto con aquel chino, al que había visto solo. Solo y retraído, como absorto, de cinco de la tarde a once de la noche en la caja registradora de su propio supermercado. Cuál no fue mi sorpresa cuando bajé de la moto y entré, y del lado de la góndola de los vinos se me apareció de repente el gordo. Lo limpié de cuatro tiros en el cuerpo. Y al chino, que manoteaba desesperado alguna cosa que no alcanzó a sacar de debajo de la caja registradora, de uno solo: en la cabeza. Me fui tranquilo: es lo mejor. Sin correr ni hacer aspaviento.
Después resultó que el gordo era un comisario retirado, que Patricia lo conocía, que en algún cumpleaños al que fuimos el tipo estaba, con su nueva novia, con un hijo del matrimonio anterior. ¿Qué podía saber yo? ¿Y qué otra cosa podría haber hecho? Patricia se puso mal con la noticia, y yo me puse mal por ella. Es una persona sensible, es noble y agradecida. Pero no hay daño que el tiempo no cure, y con el paso de los días el tema se fue diluyendo. Volvió la alegría: siguió la vida de siempre.
A veces Patricia se me queda mirando y yo tengo la impresión de que algo sabe. Otras veces parece a punto de decirme algo, y yo tengo la impresión de que sabe todo. Todo, todo, desde un principio. Pero si yo le acerco una mano hasta el pelo y le pregunto si le pasa algo, ella sonríe y contesta siempre que no. “Nada, bobo, qué me va a pasar”. Hay días en que empiezo a pensar que no, pero hay días en que estoy seguro de que sí: de que sabe absolutamente todo. ¿Y entonces? Entonces, nada: que Patricia se da cuenta, como pude darme cuenta yo, de que esta felicidad que tenemos vale más que ninguna otra cosa. Que el amor que tenemos vale más que cualquier oficio, o que un conocido lejano al que apenas si veíamos en este tiempo en alguna que otra reunión.
Después de esto, vendrán los hijos. Y con los hijos, más felicidad todavía.