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Nuevo Curso

EL FEMINISMO PUNITIVISTA. UNA CREACIÓN IDEOLÓGICA DE CLASE DISEÑADA DESDE EL PODER BURGUÉS

NUEVO CURSO

El punitivismo, es una estrategia para inducir en la actividad legislativa la creación de nuevos delitos y el endurecimiento de las penas, sin importar la inflación de penalidad a partir de la norma. La gran característica del clima punitivita es el incremento cuantitativo de injustos penales, es decir, de reproches a acciones que antes no fueron concebidas en el espacio público como tipos penales, pero que hoy en día deben ser sólo leídas a través de un catálogo de delitos. Por ende, el positivismo agrega todos los corporativismos penales sin importar su procedencia u origen; existe, por tanto, un positivismo ambiental, un positivismo antidrogas, un positivismo fiscal o tributario, un positivismo patrimonial o de defensa a la propiedad privada, un positivismo para regular el tránsito, un positivismo para resguardar el patrimonio cultural, un positivismo de género, entre otros. Muestra de ello es el escalamiento del castigo en el caso del acoso sexual, que de ser un comportamiento reprobable pasó a tener sanciones de tipo administrativo o civil hasta, finalmente, llegar al mundo del derecho penal, desde donde no hay retorno –prohibición de regreso– hacia un tratamiento no penal para la solución de este tipo de conflictos.

El feminismo punitivo es hoy, el activismo que ha ubicado con significativa centralidad en la agenda de las mujeres en lucha, el discurso del castigo. Esto hace que su lenguaje social se vea reducido y monolítico en un lenguaje penal, haciendo a la penalidad herramienta imprescindible para eliminar la violencia y quizá también la discriminación.

Visto el fenómeno desde esta perspectiva es posible avanzar en un concepto del mismo, señalando que cuando aludimos a feminismo punitivo estamos siempre dando cuenta de un planteamiento que considera que el refuerzo de la actividad policial, la persecución judicial y el encarcelamiento constituyen el arma principal para combatir la violencia contra las mujeres. Esta opinión no reconoce que la policía es a menudo causante de violencia y que las cárceles siempre son centros violentos.

Considerar que la actividad policial y la prisión son la solución a la violencia machista justifica por un lado el aumento de los presupuestos destinados a la policía y al sistema carcelario, y por otro desvía la atención de los recortes de los programas que permiten a las supervivientes ponerse a salvo, como casas de acogida, viviendas públicas y ayuda social. Además, si se establece que la policía y las prisiones son el principal antídoto, se relega la búsqueda de otras respuestas, como por ejemplo las intervenciones vecinales y la organización de las mujeres.

El feminismo, entendido como movimiento de mujeres en lucha, ha condensado en los últimos años un activismo basado en el reconocimiento de derechos, dentro de una táctica discursiva de derechos subjetivos que se pretende sean declarados y reconocidos por el Estado ignorando el contenido de clase de esa institucionalidad y presumiéndolo por encima de la sociedad civil y su entramado relacional específico. 

Esa táctica y estrategia de la lucha militante se hace a partir de la victimización, es decir, a partir de la exigencia de que se reconozca a la mujer la condición de sujeto pasivo de una acción dañosa sobre su persona, vista esta última en su integralidad.

Al tomar la lucha ese perfil de centralizar el fenómeno en la cuestión criminal y su consecuencia el castigo punitivo, ha distorsionado la concepción misma de género que es invocada y leída no ya como expresión ideológica para criticar las diversas y agudas manifestaciones del poder, sino que pasa a ser empleada necesariamente bajo el empleo sexista (biológico) del código binario hombres Vs. mujeres.

La cuestión femenina trasladada a la teoría del delito, el espacio de la criminalidad y su necesario acompañante, el castigo penal, silencia además agudas diferencias sociales que siguen latentes en la relación hombre/mujeres, toda vez que el desempleo en las mujeres es mayor que el de los hombres mientras sus salarios siguen aún siendo inferiores, aunque desempeñen igual tarea.

La acción colectiva feminista dentro de esta modelo punitivita, se ubica, además, y eso se ha podido ver con particular relieve en la última marcha del 3 de junio 2023 enmascarada en un debate de igualdad de sexos, cayendo en definitiva dentro de un fundamentalismo igualitarista con fuertes representaciones fundadas en la diferencia biológica y sus particularismos.

El histórico discurso y militancia feminista por la igualdad se representa ahora dentro un enclave de enjuiciamiento moral contra los hombres, usando como herramienta al derecho penal que avanzando sobre su versión discursiva más autoritaria -el derecho penal del enemigo- se constituye ahora en derecho penal de la diferencia–.

En este nuevo escenario donde se emplea el discurso del poder punitivo para demandar el reconocimiento de derechos, la lucha de la mujer ha caído en una encrucijada política que la hace deslizarse peligrosamente hacia nuevos escenarios de desigualdad social

La conflictividad penal que involucra como actores a hombres y mujeres es interpretada desde una hermenéutica alocéntrica, es decir, se trata de explicar generalmente que la causa del conflicto es el hombre-peligroso. A pesar que el causalismo penal ha sido superado, en la dogmática de los delitos de género se halla más de una posición positivo-criminológica fundada en “razones” biológicas del delito. La imputación no se reprocha sobre la acción o el acto, sino sobre el actor o procesado. Con ello se despierta lo que aparentemente quedó proscrito en el Derecho penal liberal: el derecho penal de autor.

Como es natural en la edificación político-criminal de toda la penalidad legislativa (criminalización primaria), los delitos y las penas son posicionados desde lo político –desde apreciaciones profundamente morales–, es decir, desde el decisionismo sustentado en el lobby y la representación mayoritaria basada en la aparente sensibilización con la víctima-electora (clientelismo político).

 No es popular legislar desde una criminología del procesado, sino desde las particularidades del daño de la víctima, pues teológicamente las ideas del bien/mal aún forman parte de la retórica republicana. Por ende, la construcción del sujeto a quien reprochar el hecho, acción o conducta en la violencia de género es simbolizada a través de la relación amigo-enemigo.

La acción colectiva feminista, que demanda del poder punitivo el enjuiciamiento y la sanción a los agresores de las múltiples manifestaciones de violencia contra la mujer, podría inscribirse dentro del denominado Derecho Penal del Enemigo. Esta doctrina se caracteriza por las siguientes consecuencias: a) por una parte, se construye un Otro a quien reprochar la violencia y sobre quien se estructuran criterios de peligrosidad, el cual generalmente es el hombre; y, b) por otra parte, se excepciona su régimen jurídico de persona al negársele algunas de las garantías judiciales, tanto en la fase sustantivo penal (más agravantes abstractas y delitos sin estricta legalidad) como en la procedimental (juicios rápidos y sin contradicción) y las penitenciarías (no indultos o amnistías y vigilancia punitiva ex post condena).

 El victimario en la violencia contra la mujer no es merecedor de un mismo estatus de igualdad jurídica como lo es generalmente el procesado en los demás delitos. Muestra de ello es la obligatoriedad de las y los jueces de garantías penales de ordenar la prisión preventiva sobre los procesados en las infracciones contra la integridad sexual, o la asignación de verdad al discurso de la víctima como pauta interpretativa de la prueba reunida en el proceso, Dentro de la investigación de delitos contra la libertad sexual es alarmante observar cómo se niega de “normalidad” al procesado. Aunque jurídicamente todas las personas procesadas gozan del estatus de inocencia, el ritual de la pesquisa las etiqueta como sujetos peligrosos.

no contribuye en nada a mejorar la relación entre mujeres y hombres, sino, por el contrario, fomenta su distancia.

El positivismo en la militancia feminista es un contrasentido. Si las reivindicaciones históricas del feminismo han servido para cuestionar la microfísica de la cultura machista, patriarcal o androcéntrica, el empleo del poder punitivo desdice de ello, toda vez que éste se funda precisamente desde las estructuras más patriarcales y machistas que ha tenido la humanidad. Cabe recordar entonces que fue en 1484 cuando los inquisidores Heinrich Kramer y James Sprenger publicaron el afamado Malles Maleficiaran, más conocido como “El Martillo de las Brujas”, instrumento que, por una parte, consagró el nacimiento del derecho penal a través de la consolidación de estructuras literarias dogmáticas, procesales, ejecutivas y criminológicas; y, por otra parte, sirvió de discurso para que millones de mujeres fueran lanzadas a la combustión). Los Tribunales de la Santa Inquisición usaron el Malleus Maleficarum para ejecutar a las mujeres bajo el argumento de servir al demonio mediante la mazonería, apostasía, herejía o brujería.

A su vez, mientras el positivismo de género plantea el incremento de la penalidad, miles de mujeres son presas mayoritarias de la expansión del mismo poder punitivo en los delitos de drogas, situación que al parecer tampoco forma parte de la centralidad o núcleo del discurso en los intereses actuales de la acción colectiva feminista

El feminismo punitivo se alimenta de características que complejizan aún más el desarrollo de la lucha contra el capitalismo como orden social que implica explotación laboral y opresión social. En ese sentido, el sólo empleo del lenguaje penal despierta más de una duda en saber si efectivamente si efectivamente las mujeres movilizadas en “mareas” luchan para terminar definitivamente con toda opresión y explotación y la generación de una nueva sociedad donde se construyen nuevas relaciones sociales, y por ende nuevos sujetos emancipados

La incidencia del Estado de la clase social explotadora y opresora ha introducido en el fenómeno que opera en la sociedad civil la seducción del poder punitivo, lo cual ha llevado al género a un reduccionismo de su militancia, usando el castigo como mecanismo para exigir políticas sociales para la eliminación de la violencia y las formas de discriminación.

Creer que con el poder punitivo se van a sellar los conflictos de agresividad y violencia contra la mujer es un error. El empleo del lenguaje punitivo no solo arremete al progresismo del activismo feminista, sino también a la misma construcción de ciudadanía, pues con ello son cada vez mayores las demandas de penalidad en el resto de las organizaciones de la sociedad civil mediante una peligrosa adscripción hacia una cultura del castigo.

No obstante, el discurso del castigo no cohesiona, sino que fragmenta aún más el tejido social. Sin duda este no es el camino correcto, pues la eliminación o reducción de la violencia no es una tarea que se realiza políticamente contra los hombres sino con los hombres. Solo así podemos cohesionar el sentimiento que los maltratos contra las mujeres son también heridas para todos