Usualmente, durante el curso de los últimos diez años, hemos tenido frecuencia de trato con la reinstalación farsesca y fetichista del discurso antirreligioso por parte de en aquel entonces el grupo juvenil más activo, que asociaba mecánicamente religiosidad con iglesia y acto seguido como complemento necesario de una reivindicación de la mujer en abstracto, antagónica a la también idea de hombre devaluada en “macho” proponía la separación de la iglesia y el Estado.
Incesantemente este posicionamiento conductual, discursivo se fue alejando de la definición necesaria que los problemas planteados tenían con el proceso histórico y en particular con la ley histórica de la lucha de clases. Ese apartamiento, además, en lo que tiene que ver con la religiosidad también implicó un alejamiento de la tesis de Carlos Marx expuesta en el texto “la cuestión judía”, donde explicaba en términos polémicos con las afirmaciones de Bruno Bauer quien se enrolaba dentro de lo que luego se agrupó como jóvenes hegelianos.
El joven hegeliano Bruno Bauer se pronunció por la abolición de la religión escribiendo en relación al intento de los judíos de lograr la emancipación política en Prusia, argumentando que solo podrían obtenerla renunciando a su conciencia religiosa particular, ya que la emancipación política requiere un estado secular, que a su juicio no deja ningún «espacio» para identidades sociales como la religión en tanto, esas exigencias religiosas son incompatibles con la idea de los «Derechos del Hombre
Marx se vale del ensayo de Bauer como oportunidad intelectual para su propio análisis de los derechos liberales, argumentando que Bauer se equivoca al suponer que en un «estado secular» la religión ya no desempeñará un papel destacado en la vida social, ejemplificando su afirmación con el hecho objetivo de la omnipresencia de religión en los Estados Unidos, que, a diferencia de Prusia, no tenía religión estatal.
Tomado desde esa perspectiva, el «Estado laico» no se opone a la religión en tanto forma de pensamiento y posicionamiento del hombre en el mundo, sino que la presupone. La eliminación de los requisitos religiosos o patrimoniales de los ciudadanos no significa por eso, la abolición de la religión o la propiedad, sino que sólo introduce una forma de considerar a los individuos en abstracción de ellos.
Desarrollando esa afirmación liminar, Marx va más allá de la cuestión de la libertad religiosa y avanza sobre su preocupación real por lo que debe ser admitido dentro del concepto: “emancipación política. En ese orden de ideas, afirma que, si bien los individuos pueden ser libres «espiritualmente» y «políticamente» en un estado secular, aún pueden estar sujetos a restricciones materiales de la libertad por la desigualdad económica, una suposición que luego sería la base de su crítica al capitalismo.
Con ese apartamiento Marx enfoca la cuestión en los límites que tiene la tesis de Bauer en tanto cuestiona solamente al Estado cristiano o confesional cristiano y no al Estado en general, como institucionalidad generada por la sociedad civil
Puesto en esa perspectiva, Marx se orienta a señalar una directriz: no basta con detenerse a investigar quién ha de emancipar y quién debe ser emancipado. La crítica tiene que preguntarse, además de qué hablamos cuando hablamos de emancipación o, dicho de otra forma, de qué clase de emancipación se trata.
Vistos en su conformación, los Estados emergentes, generadores y reproductores del orden social capitalista producen por su propia funcionalidad, una emancipación “política” y no religiosa del sujeto , en la medida en que le otorgan por sus leyes el carácter de persona , es decir una modalidad especial de ser que es la condición de sujeto de derecho a la que se accede por definición normativa y no biológica en sí, y desde ella se trasciende de la sociedad civil a la cosa pública ( república) en la condición, también jurídica ,de ciudadano.
La ciudadanía es entonces la forma jurídica de una cuestión política y no religiosa que permanece en la privacidad del sujeto, en tanto en definitiva es el hombre y no Dios quien construye la idea de Dios y sus formas teológicas para quedar luego sometido a ellas, en situación de servidumbre.
En definitiva, el Estado puede haberse emancipado de la religión aún cuando la mayoría de la población ciudadana siga siendo religiosa, es decir, se posicione en el mundo a partir de una creencia y una fe racional en algo diverso del hombre al que se le atribuye omnipresencia, omnisapiencia y omnipresencia en cada acto de la existencia del sujeto convertido así en objeto servil. La mayoría de los seres no deja de ser religioso por el hecho de que su religiosidad no trascienda en la forma jurídica Estado Confesional y se transforme en un pretendido aspecto de la “privacidad o intimidad”.
El estado laico por el que se aboga, no es otra cosa que ver el fenómeno solo desde la actitud que la institucionalidad jurídica toma respecto de los hombres tomados en abstracto y su posicionamiento religioso individual no permitiendo que este trascienda a la “cosa pública institucionalizada”, pero no termina con el discurso religioso que acepta el sujeto en “si” que por su naturaleza lo aliena con referencia a un Dios. En otras palabras, aún cuando se proclame “ateo” al Estado, este al ser la institucionalidad de las relaciones humanas entrelazadas en la sociedad civil por hombres que conservan su religiosidad no se libera de esas “ataduras” y ese modo de pensar la existencia. La emancipación política- estatal es solo una mediación, un rodeo, pero no una superación en sí del problema de la alienación del sujeto.
Por fuera de la virulencia o la enjundia militante de la época, los símbolos usados para resignificar una lucha tal como las tribus indígenas se ataviaban para la guerra al invasor , lo cierto es que el paso del tiempo y desarrollo de la lucha de clases real y concreta determinaron un desarrollo dialéctico inverso al esperado, porque lejos de superarse la contradicción establecida abstractamente entre religiosidad y apoliticidad laica, lo específico fue la emergencia desde la generación subsiguiente de un refrito ideológico nunca agotado, con nuevas formas que se expresa como síntesis en la “religiosidad del mercado”, constituido este por mediación de la moneda, en tanto mercancías específica, en el nuevo Dios del ser individual, nuevamente abstraído de la condición de clase con la que se posiciona en la sociedad productiva . Así, hoy los “jóvenes de ayer” han quedado marginados en sus paradigmas políticos idealizados y sin sustento real por no corporizarse en colectivos sociales significativos y nula penetración en la clase trabajadora “en sí” dejando paso a los cultores alienados de una resignificación de su libertad, segmentada en la forma de libertad para consumir mercancías y rendir culto al mercado como factor predisponente y determinante de su identidad.
El mercado, devenido divinidad, es el dios terrestre que se ha puesto por encima de todos los dioses con agresividad infinita, puesta en discurso por sus sacerdotes serviles de la propiedad privada y la táctica discursiva de los derechos sostenidos y constituidos por esa relación del sujeto con las cosas, que deviene prioritaria a toda otra condición del ser humano, disociado en productor y ciudadano.
Esa divinidad-sistema social, de la que hoy se asombra la tilinguería progresista, es una suerte de elefante en un bazar que no tiene novedad alguna en tanto su emergencia remite a mediados del
siglo XVIII con el Leviatán de Hobbes. Este Leviatán es el dios mortal por debajo del dios eterno: es el dios de la religión del mercado; el dinero es, según Hobbes, su sangre. El dinero es el principio de vida del dios mortal, que es el dios del mercado Esta divinidad es el centro del sistema económico-social. Se trata del mercado transformado en el dios único. que es a la vez mercado, dinero y capital. Es un dios nuevamente trinitario, a imagen y semejanza del Dios cristiano del que la progresía buscaba emanciparse por vía del Estado, que gestaba a la par el mercado capitalista como un huevo de serpiente.
En definitiva, no hay secularización, sino divinización del mercado. No hay verdadero “desencantamiento” con lo religioso. No hay liberación a pesar que se haga un culto ideológico de la libertad como valor abstracto, sino un reencantamiento con una entidad que estando fuera de nosotros y creada por el orden social capitalista nos domina y nos ubica en condición servil hacia su expresión más icónica que es el Dinero en tanto elemento salvador y dador de seguridad por facilitador del desenvolvimiento en esa divinidad que es el mercado que todo lo puede. Hay una fetichizarían del mundo mercantil. En él la omnipresencia del mercado está dada la divinidad más alta y única. Es el dios de la autorregulación del mercado que, con su mano invisible, lleva toda acción humana realizada en los mercados al mejor resultado posible.
El mercado es el ser supremo para el ser humano. El mercado decide legítimamente sobre vida y muerte, por eso habilita por ejemplo la venta de niños o de órganos, según lo expresa públicamente como posibilidad de la vida social, uno de los sacerdotes más votados en la última PASO. Dicho, en otros términos. Los medios que utiliza el mercado, en su función de autorregulación, son el hambre y la enfermedad. a eso se debe la armonía del mercado. Esta armonía asegura que cada uno sea servidor del otro, inclusive a través de su muerte. asegura que no sobreviva ninguna población que resulte sobrante en el mercado. El mercado mata graciosamente a los superfluos, que él mismo promovió.
De esta manera la mística y teológica armonía del mercado es total y absolutamente condicionante de las posibilidades limitadas de la condición humana que servilmente le rinde pleitesía para beneficio exclusivo de los propietarios en desmedro de todo aquel que solo tiene su fuerza de trabajo para llevar en ofrenda a ese altar de la pretendida civilización que no es otra cosa que su inverso, la barbarie capitalista.
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