En los años previos al golpe del 55, se dieron una serie de acontecimientos que mostraban que la crisis no era solo económica, sino también política y social. A fines de 1952, Perón, se vio obligado a cambiar el rumbo de la política económica. El segundo Plan Quinquenal fijaba prioridades en el desarrollo del ahorro y en la inversión privada. El déficit de la balanza comercial pasó de 2.000 millones en 1951 y 1952 a 3.000 millones en 1953.
La Unión Industrial Argentina (UIA), se disolvió en 1952 y se organizó la Confederación General Económica (CGE) sobre la base de tres confederaciones: de producción, industria y comercio. Al año siguiente, se promulgó la ley reglamentando las negociaciones de los convenios colectivos de trabajo, más tarde homologados por el Ministerio de Trabajo.
Los industriales consideraron que la única forma de contar con capital para cambiar los bajos índices de producción era el ingreso de inversiones extranjeras. Se ensayó esa política, durante 1953, pero los resultados fueron muy pobres, sólo 11 millones de capital extranjero fueron invertidos, de los cuales 8 millones correspondieron a la Sociedad Americana de Automotores. Otro de los hechos relevantes de esos años fue el Congreso de la Productividad. Al respecto, Marina Kabat, plantea que “dicho encuentro constituyó uno de los eventos más significativos de la lucha de clases en la Argentina. Representó una primera ofensiva empresarial contra los derechos adquiridos por los obreros a lo largo de dos décadas. Muchos de los reclamos empresariales (la rigidez de los convenios en cuanto a escalafones, la posibilidad de cambiar horarios o funciones de los empleados, la carestía de los despidos, etc.) reaparecerán en momentos posteriores cuando se discuta la flexibilización laboral. Otros puntos en disputa se dieron en la relación de fuerzas existente en ese momento y el peso de las comisiones internas y de los delegados de fábrica”.
José B. Gelbard, quien fuera fundador de la Confederación General Económica (CGE), organización gremial empresaria que núcleo a los pequeños y medianos empresarios nacionales, estallada la crisis económica, supo sintetizar las aspiraciones de un sector de la burguesía: “Cuando se dirige la mirada hacia la posición que asumen las comisiones internas sindicales, que alteran el concepto de que es misión del obrero dar un día de trabajo honesto por una paga justa, no resulta exagerado, dentro de los conceptos que hoy prevalecen, pedir que ellos contribuyan a consolidar el desenvolvimiento normal y la marcha de la empresa”.
Los cambios en la economía
El proceso de crecimiento capitalista en la Argentina cambia radicalmente a partir de 1952. De esa fecha en adelante toda expansión significativa en el desarrollo de las fuerzas productivas debía pasar necesariamente por la acumulación de capital en la Industria Pesada. Al año siguiente, se promulgó la Ley de Radicación de Capitales por la que se aseguraba a los inversores extranjeros la posibilidad de efectuar remesas de sus reservas. Ya en ese momento la economía argentina había desarrollado una industria liviana que producía todos los bienes de consumo durable que en los años 30 aún se importaban.
Era necesaria la inversión capitalista en infraestructura e industria pesada, que tiene muy profundas diferencias en su desarrollo con los de la industria liviana como ser:
a.- Gran magnitud de inversión de capital constante.
b.- Bajo grado de aumento en la ocupación de mano de obra con relación a la magnitud del capital invertido.
c.- Rendimiento tardío en la inversión del capital, a pesar del carácter reproductivo de esas inversiones, etc.
Existía una tendencia consistente en una muy baja y decreciente participación del capital externo en la infraestructura tanto en préstamos públicos como en inversión directa (esto último, sobre todo, por la baja tasa de ganancias en esas inversiones). Esto no era patrimonio exclusivo de la Argentina, sino características generales del capitalismo mundial. Otro fenómeno importante a tener en cuenta era la baja tasa de ganancia capitalista que daban las inversiones externas en la Argentina en comparación con otros países como Brasil.
En definitiva, el proceso de acumulación capitalista necesaria e inexorable en la industria pesada, que comienza a arrastrarse fundamentalmente desde el 52, necesitaba contar con inversiones masivas provenientes de la transformación de plusvalía interna o externa en capital. El gobierno de Perón buscó intensificar ambos mecanismos de acumulación. Y comenzó a llevarse adelante un plan tendiente a aumentar la productividad del trabajo de tal modo que se genere un mayor excedente de plusvalía necesaria para la acumulación capitalista en las nuevas condiciones.
Esto se reflejó en una tendencia, no muy profundamente desarrollada, pero perceptible, a la disminución de la participación del salario en el total del producto en lo que al aspecto económico se refiere y a un aumento de las luchas obreras en el plano social (el Congreso de la Productividad y las cifras de huelgas que fueron en ascenso en los últimos años del gobierno de Perón, son expresiones de lo afirmado).
Desde los mandos medios sindicales a las bases, había una sensación de inseguridad, que creció en la medida en que las fuerzas productivas frenaron su ritmo expansionista. Los trabajadores y los dirigentes sindicales que habían surgido en los últimos años bajo la euforia del primer plan quinquenal no se adaptaban fácilmente a la nueva situación creada por las dificultades económicas. En 1954, se computaron 1.444.949 jornadas por conflictos de trabajo, sin sumar los paros generales, de un total de 119.701 trabajadores. Con esta incertidumbre, basada en hechos muy concretos: el salario real del obrero industrial, tomando como base 1943: 100, era en 1954 de 102, cuando en 1948 estaba por encima de 130. Al final de ese año ya se mostraban los límites. El primero y más importante lo enuncian los propios empresarios durante la conferencia sobre “La organización y relaciones del trabajo” definiendo quién era para ellos el verdadero “enemigo”: la productividad.
Ese mensaje es tan transparente que conviene transcribirse: “Las Comisiones Internas han mostrado repetidamente no comprender cuáles son las precondiciones para una eficiente gestión de las empresas, y su actitud constituye uno de los principales obstáculos que traban la organización racional de la producción. En forma arrogante han apropiado arbitrariamente el derecho a aceptar o rechazar las propuestas que hacen las gerencias de las empresas con relación al cambio de métodos, al incremento de la velocidad de las máquinas, a la eliminación de las tareas innecesarias. Rechazan la validez de las sugerencias que hacen para reducir personal, incrementando la productividad, introducir un mayor control sobre las tareas, etc., (….) aun en aquellos casos en los que dichas sugerencias no impliquen un aumento en la carga de trabajo de los empleados. Es de público conocimiento que algunos sindicatos se oponen sistemáticamente a los esfuerzos de las empresas por aumentar la búsqueda de nuevas vías para incrementar la riqueza de la Nación: por ejemplo, se niegan a permitir un sistema de salarios ligados a la productividad individual de los trabajadores, o de una más racional distribución de las tareas (….) En la actualidad los sindicatos no han tomado conciencia todavía de los comportamientos más adecuados en la vida de las empresas (….). En consecuencias, no podemos contar con su colaboración para promover en el personal las actitudes más deseables…”.
No hay duda de que el año 54 fue el del desarrollo de las contradicciones más fuertes del proyecto peronista, mostrando que la posibilidad de seguir arbitrando los intereses opuestos se agotaba.
El Congreso de la Productividad
Fue un suceso aparentemente no oficial, se realizó entre el 21 y 31 de marzo de 1955, y demostró que la política económica había variado sustancialmente. El objetivo era remover los principales obstáculos al aumento de la productividad: principalmente el ausentismo y la labor de las comisiones internas; otro requerimiento patronal era poder rotar al personal entre distintas funciones por fuera del sistema de categorías.
Congreso de la productividad, 1955.
Esa convención se realizó en el palacio legislativo nacional, siendo protagonizado por la Confederación General del Trabajo y la Confederación General Económica. Había surgido la necesidad de incrementar la productividad en los circuitos económicos, a través de la resignación de algunas normas y modalidades que había en el campo del trabajo. Al hablar de productividad, los sindicatos comenzaron a inquietarse, e incluso hubo resistencias por parte de organizaciones gremiales formalmente peronistas, pero con ciertas bases que no estaban de acuerdo con el partido oficial.
Otras de las necesidades que surgió en el congreso fue la de terminar con ciertas modalidades como la “industria del despido”, que los primeros años se había transformado en un gran abuso, así como también lo había sido en un momento el exceso de horas extras. Así llegó a 1955 la clase obrera, silbando a algunos dirigentes en la plaza y resistiendo en las fábricas con sus cuerpos de delegados.
En 1954, el cuello de botella en cuanto a la actividad económica que se había producido en 1951 y 1952, había sido superado, según lo demostraba, por ejemplo, la caída de la inflación. Esta había disminuido desde un 40% en 1952, a un 4% en 1953 y un 3,5% en 1954, sin que se resintiera el poder adquisitivo de los salarios.
Uno de los principios fundamentales de la doctrina y la práctica peronista es la concertación social. Ésta había dado buenos resultados durante la primera presidencia de Perón, cuando crecieron paralelamente las condiciones de vida de los trabajadores y los beneficios de los empresarios que producían para el mercado interno. Es por ello que tanto la Confederación General Empresaria (CGE) como la CGT (Confederación Nacional del Trabajo) planeaban debatir la forma de elevar la productividad.
El 1º de octubre de 1954, Perón había pronunciado un discurso en el que decía que «ya no es posible que se beneficie un determinado sector de la actividad económica mediante el aumento de su participación en la distribución de la renta nacional en detrimento del resto». Se llegó al límite de la etapa distribucionista y había que aumentar la productividad, por el esfuerzo de los trabajadores, para agrandar –como se dice vulgarmente- la torta a repartir.
Estuvieron representados 620.000 empresarios y seis millones de afiliados a los distintos gremios. Los discursos de apertura marcaron la cancha. Perón dijo “Depuestos los enconos, y las incomprensiones, llegamos a esta reunión: los empresarios, los trabajadores, y el Estado cada uno con su orientación, con su idea y con su objetivo pero también con su deber y su responsabilidad”. El empresariado profundizó su queja exigiendo: “la revisión del cuerpo de la legislación laboral y la rectificación de todos los contratos colectivos a fin de ubicarlos dentro de los lineamientos requeridos por la necesidad de promover en forma eficiente una mayor productividad de acuerdo al principio de libre empresa.”
En esa ofensiva, exigían la dirección y organización de la empresa sin interferencias sindicales y/o gubernamentales que recortaran su conducción y su tasa de ganancia.
Eduardo Vuletich, secretario general de la CGT, contestó duramente: “No estamos dispuestos a ceder ninguna de las conquistas logradas, obra de un genio cuya visión de estadista parece interpretar el sueño de un apóstol entregado a la redención humana, y que por ser así de grande, hermosa, nosotros estamos dispuestos a defenderla con toda decisión”. Ratificando: “las garantías y los beneficios adquiridos antes de 1950 formaban parte integral de la revolución peronista y por ende no eran negociables”.
La declaración final, sin propuesta concreta, mostró que se estaba en un callejón sin salida y el fracaso del rol de mediador –o de árbitro- que el Gobierno se había empeñado en jugar. No todo fue color de rosa en el Congreso. José Gelbard, presidente de la CGE, como indiscutido líder empresario, definió su concepción del capitalismo humanista: «La productividad no constituye, en sí misma, un fin sino un medio para fomentar el progreso social, consolidar el bienestar general, desarrollar la justicia social y afianzar la independencia económica del país».
En ese Congreso, Gelbard, habló por primera vez de su idea de Pacto Social, según lo expresó en su libro María Seoane, Gelbard, “El burgués maldito”. Se pusieron de manifiesto, tanto las exigencias de mayor esfuerzo por parte del sector empresario, como la desconfianza de los trabajadores de que se intentaba despojarlos de sus conquistas. Gelbard afirmó que si bien no se quería una vuelta atrás en la legislación social, los empresarios querían garantizar su “derecho a la dirección y organización de la empresa sin interferencias”. Y advirtió “No es aceptable que, por ningún motivo, el delegado obrero toque un silbato y la fábrica se paralice… otro factor negativo que no podemos silenciar es el ausentismo… Hay que terminar con los lunes de huelga…”. Al finalizar el encuentro, afirmó que “el incremento de la producción no se traduciría de ningún modo en el aumento de salarios”.
En eso estaban de acuerdo patrones, dirigentes sindicales y el gobierno, que promovía el congreso acosado por una realidad: la pérdida de ritmo en el crecimiento económico. El líder de la CGT, Vuletich no se quedaría atrás: “Hacen también a la productividad quienes honradamente se han dado a la tarea de pregonar incesantemente por todos los ámbitos de la patria de que nada serviría obtenerla si para ello fuera menester alterar, aunque sólo fuera en parte, la legislación de amparo que hoy tienen los trabajadores argentinos… Se habla de ausentismo. Es, indudablemente, un mal que debemos y estamos dispuestos a combatir; pero eso sí, cuando se comparen estadísticas…, se sepa diferenciar el ausentismo culpable, del socialmente justo que resulta de la aplicación de las leyes obreras justicialistas… y las que permiten el más holgado estándar de vida que relevan de los esfuerzos inhumanos, eliminados por la justicia social de la nueva Argentina de Perón».
Las jornadas dieron por resultado un Acuerdo Nacional de Productividad. Sus efectos no alcanzaron a conocerse, ya que seis meses después el gobierno era derrocado.
El tema fue discutido y no aceptado totalmente por los trabajadores, periódicos y publicaciones de las empresas como “La Pulga de Alpargatas”, “Unión y Lucha de los Gastronómicos”, “La Voz del Vestido”, “El Metalúrgico”, “Sudan, todos menos Los Patrones”, fueron tribunas desde donde se alertaba, a veces con cautela y otras duramente, sobre el hecho de que, en ese acuerdo, las únicas víctimas serían los trabajadores.
La situación para los trabajadores se agravó y fue por la aplicación de la racionalización capitalista, aceptada por el gobierno nacional. Se hacía notoria la baja del nivel de vida de los trabajadores, ya que los salarios eran totalmente insuficientes para hacer frente al costo de los artículos de consumo familiar. La aplicación de los métodos propiciados por el Congreso de la Productividad amenazaba con provocar despidos en masa.
Fue el epílogo de una campaña patronal-sindical-gubernamental realizada durante varios meses. Se aprobó el llamado “Acuerdo Nacional” que daba carta blanca a las grandes empresas para implantar métodos tendientes a incrementar la producción, aun a costa de intensificar la explotación de los trabajadores y anular sus conquistas sociales y económicas.
Mediante dicho “acuerdo” los sindicalistas de la CGT y los empresarios se comprometían a actuar armónica y solidariamente; se aceptaban las técnicas de racionalización capitalista para obtener “índices óptimos de productividad” mediante el aprovechamiento máximo de la fuerza de trabajo; se aceptaba la “reducción de personal de acuerdo con las exigencias tecnológicas”, o sea, el desempleo. En lugar de aumentar los sueldos y salarios de acuerdo con el costo de la vida, se determinaba el “incremento indirecto” mediante el destajo y los sistemas de premios; se creaba el Instituto Nacional de la Productividad, formado por dirigentes sindicales, representantes patronales y gubernamentales; se autorizaban los acuerdos entre las empresas y las direcciones gremiales, “independientemente de los convenios en vigencia”, o sea, violando los convenios.
En el discurso de clausura del congreso, Perón empeñó la palabra del gobierno para que dichas cláusulas fueran cumplidas. Y el 13 de abril en un discurso en SUTIAGA afirmaba que “Algunos habrán creído que el Congreso de la Productividad era una cosa para charlar un poco nada más. Sin embargo, yo, que he visto y oído las deliberaciones, puedo asegurar que no ha sido así. Ha sido una cosa donde alguno se hizo el vivo y pretendió tocar las conquistas logradas por los obreros (…) se discutió y se peleó mucho. Lo que si se decidió es que vamos a producir bien, a trabajar más. ¡Y cuidado con tocar las conquistas. Eso va a quedar como antes. Y es la demostración de que los compañeros son hombres capaces y además de capaces vivos. No son sonsos. Uds. pueden ser sonsos. El que lo es no dura mucho”.
Podemos concluir que “las conquistas no se tocan, pero a trabajar mejor y producir más”, con todo lo que ello implica. Otros plantearon que los empresarios se retiraron descontentos del congreso. Pero hubo un guiño de Perón a los empresarios y otro a los trabajadores. En síntesis: A producir más para los empresarios.
Los enfrentamientos crecieron
Además, el clima político-económico se complicó cuando durante 1954 y 1955, se firmaron contratos petroleros con la Standard Oil Company de California, poniendo en crisis los principios de soberanía establecidos en la Constitución Nacional, más exactamente en el artículo 40 sobre recursos naturales. Por otra parte, temas como la supresión de la enseñanza religiosa en las escuelas, proyectos de ley sobre el divorcio, la separación de la Iglesia y el Estado, la eliminación de las fiestas religiosas y la que permitía que los diputados no juraran por los Santos Evangelios, enrarecieron aún más el ambiente político.
El 12 de junio de 1955, con motivo de las fiestas de Corpus Christi, la Iglesia organizó una concentración que fue masiva, alcanzando más de 100.000 personas. La reacción del gobierno provocó la expulsión del país del nuncio papal, monseñor Tato, y al canónigo monseñor Novoa. Al mismo tiempo, fueron detenidos varios sacerdotes y autoridades de la Acción Católica.
El 16 de junio al mediodía, una formación de la aviación naval bombardeó Plaza de Mayo y la Casa Rosada. El intento de matar a Perón fracasó; el saldo fue de cientos de muertos y heridos. A partir de esos momentos llegaron de diferentes zonas oleadas de trabajadores dispuestos a exteriorizar su apoyo al presidente. El clima se enrareció y por la noche algunos grupos partidarios de la Alianza Libertadora Nacionalista, incendiaron la Curia Eclesiástica y las iglesias de San Francisco, San Ignacio, Santo Domingo, San Miguel, La Merced, La Piedad, San Juan y Nuestra Señora del Socorro.
16 de junio de 1955 bombardeo de Plaza de Mayo.
En Rosario, el Dr. Ingalinella, apoderado del Partido Comunista, redactó e hizo circular de inmediato un volante de condena a lo ocurrido. La policía lo detuvo y lo condujo a la División Investigaciones, junto a otros militantes. Luego uno a uno fueron recuperando la libertad, pero Ingalinella nunca apareció, ni se encontró su cuerpo. Los enfrentamientos iban en aumento, y a fines de agosto Perón ofreció su renuncia, y al día siguiente se produjo una gran concentración en Plaza de Mayo para que el presidente retirara la renuncia. Desde los balcones de la Casa Rosada Perón anunció la creación de milicias armadas y con tono amenazante, habló de la tolerancia exagerada del gobierno y agregó “A la violencia hemos de responder con una violencia mayor (…), aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas, o en contra de la ley o de la Constitución, puede ser muerto por cualquier argentino (…) y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de ellos. Esto lo hemos de conseguir persuadiendo y si no, a palos”. Faltaban pocos días para que un nuevo golpe militar cerrara el ciclo iniciado en 1945 y se abría un nuevo escenario en la sociedad.
La caída de Perón fue el producto de la conjunción de varios factores:
1.- La diferenciación en su seno de un sector de la gran burguesía predominantemente industrial, interesada en seguir el proceso de desarrollo capitalista a expensas predominantemente de una profundización de la acumulación interna y que se expresó fundamentalmente, en el sector del peronismo, por el lonardismo. Esa necesidad económica de la Gran Burguesía Nacional, se acompañaba de la necesidad política de preservar al peronismo como dirección de la clase obrera. Esto último tenía un requisito: Peronismo sin Perón en el gobierno, que salvara la figura política del peronismo actuando en la “oposición”. Es la situación que se vivió hasta la caída de Lonardi, en noviembre de 1955 (este sector se expresó posteriormente en el vandorismo, Tecera del Franco, Levingston)
2.- La oposición de la Gran Burguesía Exportadora con fuerzas en la Marina y con Rojas, Manrique, como exponentes.
3.- La oposición terrateniente, en especial la vinculada a la exportación, en aquel momento aún muy fuerte, ya que un 50% de la producción agropecuaria se exportaba. Aramburu era una de sus expresiones. Más adelante estos terratenientes se “nacionalizan” al vincular cada vez más sus intereses al mercado interno de cuya expansión dependen (recordar que solo un 25% de la producción tradicional del agro se exportaba, y el resto se consumía internamente). Este sector no solo pasa a depender de la expansión interna del mercado, sino que además se vuelven partidarios de la Industria Pesada ya que sin ello es imposible todo desarrollo productivo interno, por el proceso mencionado anteriormente.
4.- El otro sector que permite la caída de Perón, es la propia actitud del peronismo “oficial”, que en última instancia, prefiere caer por tres motivos fundamentales:
a.- Las nuevas condiciones del desarrollo capitalista imponían la ejecución de una política cada vez más antagónica con los trabajadores, ya sea por acumulación interna para un desarrollo nacionalista en cuanto al manejo así sea parcial (ej. empresas mixtas) de la industria pesada o bien requería inversión de capital imperialista (como el intento en petróleo y otros) que rompía la imagen nacionalista del gobierno. Esto, junto a lo anterior significaba enfrentamientos con el proletariado.
b.- Por el otro lado resistir la caída significaba apoyarse demasiado en la clase obrera, lo que no constituía una actitud muy atrayente para la burguesía peronista, atendiendo a lo que debía desarrollarse como política del 55 en adelante (previsibles repercusiones sobre los trabajadores).
c.- Finalmente el poder podía seguir en manos del peronismo indirectamente o sea a través del lonardismo, salvando la imagen de “partido opositor” por parte del peronismo.
LEONIDAS CERUTTI