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“Soy hombre, y nada humano me parece ajeno a mí”
Así reza este aforismo, que al parecer tiene curso histórico desde el imperio Romano en boca de alguien que se decía filántropo, hasta los comienzos de este siglo XXI.
Ponemos esta señal limítrofe, para indicar con mayor relevancia algo que ha dejado de suceder en la vida cotidiana y relacional en la que construye nuestra sociedad, hoy regida por una suerte de sálvese quien pueda que opera de manera directa sobre esas mismas relaciones.
En realidad, estamos dando con esto una advertencia que se añade a la siempre presente, objetivación del existir, signada por el marcado individualismo utilitarista que lejos de potenciar al sujeto lo ubica en la territorialidad de la tristeza social.
El capitalismo que tuvo una emergencia política revolucionaria bajo la forma de la declaración de los derechos del hombre exhibe hoy su negación fáctica y una tendencia orientada a profundizar el proceso de alienación del trabajador y la prevalencia en dimensión de lo fetichesco de las mercancías, dentro del territorio de los avances tecnológicos comunicacionales y la inteligencia artificial.
Sin embargo, ese escenario tiene como contrapartida del dominio hegemónico de la cultura del capital, una contraimagen que se deduce en términos generales de la consolidación de la tristeza, no como estado de animo de un sujeto sino como condición base de lo relacional en la sociedad de conjunto, sea porque quienes se vinculan buscan escapar de esa situación ya presente o evitar que ella se produzca .
En definitiva, el orden capitalista, pese a ser propiciado y reproducido, desde las usinas de creación y reproducción del discurso de sentido común, como la sociedad del disfrute por el consumo de mercancías, impone en un mismo momento la presencia de la tristeza como tozuda resultante del juego explícito de las relaciones de producción .
Dicho de otra manera, la nueva presentación de la sociedad de orden y vigilancia que expresa las relaciones de producción capitalistas, se exhibe ubicando al hombre ante una extraordinaria posibilidad de acceso a los instrumentos de cultura pero en paralelo y por esa misma circunstancia objetiva, ante su frustración, desde donde nace la carga abrumadora de la tristeza, sea porque no se puede acceder a esos instrumento, sea porque su uso solo remite a la impotencia con relación a los fines inicialmente perseguidos o a las posibilidades de enfrentar su transformación.
Desde el momento en que la intelectualidad de las tareas y su monotonía produce hombres de pensamiento y acción básicamente tristes y profusamente alienados, lo real existente, que es obra suya, sólo puede mostrar una suerte de callejón sin salida
La actual expansión de la población obrera sobrante, producto del notable desarrollo de las fuerzas productivas y de los modernos formatos de producción de mercancías cada vez más propensos, a expulsar el trabajo humano directo o a que el mismo se preste en condiciones de aislamiento individual, hace que cada vez más porciones de trabajadores no resulten necesarios para el capital y se extienda el flagelo de la desocupación
De esta forma, los seres humanos que se ven en esa situación de decadencia, por imposición y no por determinación voluntaria son despojados sin su consenso de la capacidad de trabajar, quedando en la carencia objetiva de aquello, que precisamente y con sentido histórico los hacía ser sujetos con capacidad transformadora de lo existente.
Todo cuanto enunciamos precedentemente, da cuenta de una situación real , que no es permeable a salida individual alguna, pese a que la propaganda de la cultura dominante lo sugiera como opción prioritaria, e imponiendo de manera objetiva, el desafío de llevar adelante una política militante de la vanguardia que propagandice y exprese el principio de comunidad antagónico a la atomización, desde la construcción del poder obrero y el socialismo
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