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Nuevo Curso

Un argentino extraviado

(o de artificios metafísicos)

Alejandro Guerrero

En su Nueva refutación del tiempo, publicada en 1947, Borges dice de sí mismo que esa reflexiones suyas son la reducción al absurdo (reductio ad absurdum) de un antiguo sistema de pensamiento o, peor aún, “el débil artificio de un argentino perdido en la metafísica”.

El asunto invita a las asociaciones libres, a jugar con los razonamientos, a entremezclarlos. Según Borges, el título de su trabajo es absurdo porque intenta refutar al tiempo con un predicado temporal,” que instaura la noción que el sujeto quiere destruir”. Un contrasentido insondable o, al decir de Borges, “una materia indócil”.

Borges habla del idealismo filosófico de dos pensadores notables: el inglés George Berkeley (1685-1753)y el escocés David Hume (1711-1776). Berkeley dice de las cosas inanimadas que “no es posible que existan fuera de las mentes que las perciben” No existiría, por tanto, una verdad objetiva, siempre en mutación, en cambio continuo. Es imposible conocer el objeto porque, para el sujeto cognoscente, sólo existe la percepción de ese objeto y no el objeto en sí, el objeto en cuanto tal; éste, en consecuencia, es inaprensible, obviamente inmodificable.

 En ese punto, Borges recuerda a otro filósofo, el alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860), que dice: “El mundo es mi representación. El hombre que confiesa esta verdad sabe claramente que no conoce un sol ni una tierra, sino tan sólo unos ojos que ven un sol y una mano que siente el contacto de una tierra”. Borges responde: “…para el idealista Schopenhauer los ojos y la mano del hombre son menos ilusorios o aparenciales que la tierra y el sol”.

Berkeley continúa su pensamiento: los objetos “no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente del Espíritu Eterno”. He ahí la culminación del idealismo: en el punto en el que su razonamiento demuestra su artificio, su extravío en la metafísica (no de un argentino, en este caso), debe convocar en su auxilio a un espíritu inmaterial, a un fantasma original que sería el principio de las cosas y el depositario y la explicación inhallable de todos los misterios.

 Hegel, superior a todos ellos, culmina sin embargo, también él, en la invocación a ese espíritu (“en el principio fue el Verbo”), así como su idea de la dialéctica histórica encuentra su expresión mayor y última en el Estado prusiano.

Borges renuncia a un aspecto de la polémica (simplemente lo omite) que no habremos de omitir nosotros: lo supuestamente misterioso, lo aparentemente incognoscible, las leyes ocultas del universo, están en la base de toda opresión. Desmantelar el misterio, conocer lo que nos dicen incognoscible, implica develar las leyes reales de la opresión y las leyes por la que será suprimida. Por eso Marx, en su Crítica a la teoría del derecho de Hegel, emite su sentencia: “La crítica de la religión es condición de toda crítica”.

Lenin diría más tarde, en alguno de sus escritos filosóficos, que la verdad (el objeto) existe independientemente de la idea que quien indaga en el objeto se haga de él. Es un acercamiento perpetuo a una verdad objetiva, en movimiento, en transformación continua (por eso también es continuo nuestro acercamiento a ella), que existe fuera de nuestras mentes aunque nuestras mentes sean parte de ella.

Berkeley y su “idealismo subjetivo”  intuyeron algo de eso en el siglo XVIII. Como recuerda Borges, el filósofo inglés le hace decir a Philonous: “El cerebro del que hablas, siendo una cosa sensible, sólo puede existir en la mente. Yo querría saber si te parece razonable la conjetura de que una idea o cosa en la mente ocasiona todas las cosas. Si contestas que sí ¿cómo explicarías el origen de esa idea primaria o cerebro?”. Borges, extrañamente, piensa que Berkeley agrava su error al sostener, años después, que “el mundo de la cabeza es distinto del mundo fuera de la cabeza”. Cierto es que el filósofo intenta establecer un dualismo, una separación irreconciliable entre las cosas y la percepción que la mente tiene de las cosas. Sin embargo, la idea sugiere la posibilidad de una aproximación. Y él escribe, se debe recordar, en el siglo XVIII, antes que Hegel, que Kant, que Feuerbach, que Darwin. Y lo sugiere más aun cuando proclama: “Yo no soy meramente mis ideas, sino otra cosa: un principio activo y pensante”. No es un principio, pero en ese “activo y pensante” (sobre todo en el “activo”) hay un indicio de la cumbre que el pensamiento humanista, que el Iluminismo, encontraría en el siglo XIX: Carlos Marx, continuación y al mismo tiempo negación de aquellos pensadores, de esos antecesores.

En Marx, pensamiento y acción son un acto único. La especulación filosófica no se distingue en él de la actividad del científico que investiga y descubre un bacilo para crear la vacuna que ha de contrarrestarlo, como hiciera más tarde el doctor Koch. La acción del sujeto cognoscente transforma al objeto de su estudio.

 Marx expone esta síntesis en una de sus tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos han interpretado al mundo de una u otra manera, pero de lo que se trata es de transformarlo”. He ahí un salto cualitativo en la historia del pensamiento. No estamos, como creía Hume (dicho en palabras de Borges), en “un laberinto infatigable, un caos, un sueño)”.

Borges rebate a aquellos idealistas con una proposición interesante: “Negados el espíritu y la materia, que son continuidades, negado también el espacio, no sé qué derecho tenemos a esa continuidad que es el tiempo” ¿Qué es el tiempo? Según Einstein, desde el punto de vista de la física, el tiempo es una ilusión (físicos modernos explican que el tiempo no existía antes del Big-Bang, y que nuevamente dejará de existir cuando el universo se contraiga y vuelva a ser una masa pequeña, de densidad calculable sólo matemáticamente).

Pero no es ilusorio el tiempo histórico, constituido por una serie de sucesiones, de transiciones, de evolución continua, de lo viejo preñado de lo nuevo. Se trata de un tiempo concreto, medible en su complejidad.

Resulta sorprendente Borges cuando recuerda el fragmento 91 de Heráclito: “No bajarás dos veces al mismo río”. Dice del pensador griego: “Admiro su destreza dialéctica, pues la facilidad con que aceptamos el primer sentido (el río es otro) nos impone clandestinamente el segundo (soy otro) y nos concede la ilusión de haberlo inventado”. Sorprende, sí, al señalar el punto donde radica la ilusión. Nada es, todo fluye, todo se transforma, sostenía Heráclito al enunciar tan tempranamente un principio de la dialéctica, de la mutación permanente de las cosas. Nunca bañarás tus ´pies en el mismo río, que es el mismo río pero también es otro. Tampoco son idénticos los pies que se bañan por segunda vez en esas aguas que ya son otras: también ellos han cambiado. Pero no es el que se baña quien inventa el río, no existe esa invención que está en el trasfondo del pensamiento de Berkeley, de Hume, de Schopenhauer, del idealismo.

Es notable, pero las sombras ideológicas y la perplejidad metafísica del idealismo se advierten hasta hoy incluso en el pensamiento de gentes y corrientes adheridas formalmente al materialismo. También en ellas hay tendencias a pensar que inventamos el río cuando bañamos en él nuestros pies, que la realidad no existe en cuanto tal sino sólo cuando la pensamos. Así se asiste, a menudo, a debates talmúdicos (en el lenguaje “inclusivo”, por ejemplo, el cambio de una vocal podría transformar la realidad), a la mera contraposición de argumentos. Pero, como señalaba Trotsky, la lucha de clases no es lucha de argumentos sino de fuerzas sociales. El buen argumento tiene la utilidad de mejorar la intervención en esa lucha, pero si no se transforma él mismo en parte de esas fuerzas sociales quedará estéril.

Borges destruye el idealismo con argumentos que, a su vez, lo destruyen a él mismo, porque él también es, a su modo, un idealista, un gnóstico. No se trata de un descubrimiento: él lo sabe y lo dice. Un pensamiento filosófico no es tal sino un reductio ad absurdum, el artificio de un argentino extraviado en la metafísica. Al mismo tiempo, la dialéctica de las contradicciones, de la lucha y unidad de contrarios, está presente en él con una belleza literaria arrasadora. Él y “el otro” se confunden al punto de decir “no sé cuál de los dos escribe estas líneas”. Llega al extravío cuando indaga en las incógnitas del tiempo, de los momentos superpuestos, de los instantes que son el mismo, de la inexistencia del pasado (por tanto, del presente y del futuro); en fin, del tiempo mismo.

Borges observa un barrio vecino al suyo, de casas bajas, en los confines del viejo Parlermo donde una calle de tierra “se desmoronaba hacia el Maldonado (…) sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino difundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado”. En el párrafo siguiente, notablemente, ofrece la visión literaria, casi intuitiva, de lo que el marxismo llama “ley del desarrollo desigual y combinado”, que Borges tal vez ignoraba: “Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo que hace treinta años. Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo”.

A Borges, ese pasado remoto y este tiempo reciente lo extravían en desvaríos sobre el tiempo y su sustancia insondable, fantástica: lo que fue hace treinta años es remoto en un lugar, reciente en otro. Tal vez se trata del mismo momento. No importa el desvarío: al escritor no se le escapa el fenómeno de los desenvolvimientos desiguales de las sociedades, pero lo atribuye al misterio del tiempo. Alguna vez dijo aspirar a que la literatura se pareciera a la música, que es pura forma, pero fracasó. Ni la música es pura forma ni la literatura puede escapar de su propio contenido. Él tampoco pudo.

Esa imposibilidad, junto con cosas de su vida personal que no vienen al caso, lo condujeron a un pesimismo completo, irreversible, que él mismo describió con una literatura patéticamente bella, aplastante, en la que contradice a los idealistas y a sí mismo, entre esos senderos que se bifurcan, en esos laberintos por los que transcurrió su vida.

“Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal: es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”.