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Nuevo Curso

A 75 años del 17 octubre (parte I) . Alejandro Guerrero

Era el subsuelo de la patria, sublevado»

Raúl Scalabrini Ortiz

A partir de 1930, del golpe militar contra Hipólito Yrigoyen, la burguesía argentina quedó prisionera de sus guardianes. Desde entonces, toda la política burguesa del país necesitó la venia del cuartel. El Ejército fue desde entonces un árbitro que cobra penales y los patea. Y hablamos del ejército de una semicolonia agraria de Inglaterra, de «la perla más bella de la corona de Su Majestad «.

Con una novedad histórica: Inglaterra había salido de la guerra en una situación tal de debilidad que sus colonias y semicolonias le resultaban ya no una fuente de explotación sino un engorro, cargas a las que no podía abastecer.

El general Agustín Justo y el más célebre de los economistas conservadores, Federico Pinedo (ex dirigente del Partido Socialista) fueron los primeros en advertir la necesidad de mudar de metrópoli, de cambiar de amo, de alejarse de Londres y aproximarse a Washington.

No era cosa sencilla. Esa mudanza implicaba un trastocamiento radical en todo el régimen político, en todo el régimen de dominación; entre otras cosas, rompía el viejo pacto de la oligarquía agro-ganadera, aliada histórica de Inglaterra, con los militares filoprosianos. Fueron tiempos convulsos, en los cuarteles y fuera de ellos.

Las resistencias al giro pro-norteamericano ya se habían hecho sentir durante el gobierno de Ramón Castillo[1]. En la reunión panamericana de Río de Janeiro, en 1942, el canciller de Castillo, Enrique Ruiz Guiñazú, se había negado a firmar una resolución de declaración de guerra al Eje, cual era la exigencia de Estados Unidos. Inglaterra se oponía terminantemente a cualquier bloque panamericano, que sólo podía operar en favor de su rival estadounidense.

Cuando Castillo pensó que tenía mucho más poder que el que realmente tenía y decidió por su cuenta que Robustiano Patrón Costas -un aristócrata azucarero tucumano, intelectualmente de peso mosca- fuera candidato presidencial de la Concordancia (coalición conservadora que, fraude mediante, tenía el triunfo asegurado) en las elecciones de ese año, los militares -no sólo ellos- se convencieron de que ésa era la candidatura de la pro-norteamericana Unión Industrial, por tanto de la embajada yanqui. Por eso adelantaron para junio de 1943 el golpe que preparaban para tres meses más tarde.

En este punto corresponde hablar brevemente del Grupo de Oficiales Unidos (GOU). Muchos han visto la mano de esa logia detrás del golpe juniano, pero eso no pudo suceder sino muy secundariamente. A la estrategia del GOU le resultaba indispensable la victoria alemana en la guerra, pero en 1944, cuando el grupo se disolvió, esa victoria sólo vivía en las alucinaciones de Adolf Hitler y éstas encontraban su único sustento en las bombas V-2 del profesor Wernher von Braun que demolian Londres. Por todo lo demás, el Eje era una ruina.


El folclore peronista cuenta una leyenda: en algún momento, una reunión del GOU discutía la necesidad de revisar los objetivos estratégicos de la logia ante la inminencia de la derrota alemana, cuando un capitán entusiasta gritó:

-De ninguna manera! Tenemos que sostener nuestras posiciones y declararles la guerra a los Estados Unidos, a Inglaterra y a Rusia!

Perón sonrió y le respondió:

-Pero no, capitán… Y si les ganamos, qué hacemos?

Poco importa si la anécdota es veraz o falsa, simplemente sirve para ilustrar la impotencia: cuando nació, el GOU ya era inviable.

En cualquier caso, producido el golpe de junio de 1943, todo fue peor. Los militares anularon un convenio de YPF con petroleras norteamericanas para a abastecer a países vecinos y, en respuesta, los Estados Unidos negaron la llegada a la Argentina de capitales destinados a la industria siderúrgica. Con la asonada victoriosa de junio se consolidaba el predominio de los estancieros, de los exportadores al Reino Unido, de los enemigos naturales de los Estados Unidos. Quizás el último de los gobiernos surgidos del golpe, el del general Edelmiro Farrell, quiso llegar a un acuerdo con los norteamericanos, pero éstos no querían acuerdos sino obediencia.

«Y entonces Washington descubrió que el gobierno militar era fascista (…) No tardó en probar diariamente que la Argentina constituía la sucursal latinoamericana del nazismo alemán».[1]

En noviembre de 1943, sigue Peña, un comentarista radial decía en Nueva York: «El próximo mensaje a la Argentina debe ser enviado por la Fuerza Aérea de los Estados Unidos».

Esa pugna produjo realineamientos políticos que anunciaban el futuro inmediato: la Unión Industrial necesitaba como del aire insumos y capitales norteamericanos, y la apertura de ese mercado con las limitaciones del caso, pero los forcejeos del gobierno con Washington lo impedían; por tanto, era opositora. La Sociedad Rural, aún favorecida por la política agroexportadora del gobierno y el sostenimiento de la alianza con Inglaterra, no podía conciliar el sueño por el Estatuto del Peón, los gritos contra la «oligarquía ‘ y la amenaza, aunque nunca fue formulada, al impuesto a la renta potencial de la tierra; por tanto, era opositora. Los partidos desplazados eran naturalmente opositores, y opositores cerriles el Partido Socialista y el Partido Comunista, que sentían avasallada su posición histórica en la conducción del movimiento obrero. En cambio, el ala nacionalista del Ejército, la burocracia estatal, la policía y el clero sostenían al gobierno

A todo esto, ya había empezado a dejarse escuchar, desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, la voz potente y cascada del coronel Juan Perón. Y todo se trastocó.

Hasta poco antes, el gobierno militar había sostenido hacia el mundo sindical una política fuertemente antiobrera, que incluía clausuras de locales, intervención de sindicatos y detención de dirigentes. Por primera vez en la historia del movimiento obrero argentino, sectores de la burocracia apoyaban entusiastas la represión contra adversarios internos. En otras palabras, desde hacía muchos años la burocracia sindical ya era lo que habría de ser: en modo alguno fue una creación del peronismo.

La burguesía argentina le debe muchísimo al peronismo, pero no tanto…

Ahora bien, a pesar de que los burócratas festejaban que interviniera la policía en sus peleas de perros, la represión y la política antisindical general del gobierno empujaba a todos a la oposición. Nada peor le podía ocurrir a un gobierno debilitado por sus propias internas cuarteleras y sin lugar en el mundo. De manera tal vez simple pero muy correcta en general, Hiroshi Matsushita («Historia del movimiento obrero argentino») dice que el gobierno, desplazado ya hacía la condición de una dictadura militar clásica, necesitaba un cambio profundo en ese sentido, y la figura encargada de ejecutar ese cambio sería la del coronel Perón.

Lo hecho por Perón desde aquella Secretaría en materia de política social es demasiado conocido. Sólo digamos que allí nació el peronismo en cuanto partido político moderno, el único partido moderno -tal como el siglo XX entendió ese concepto- generado por la burguesía argentina. Esto es: Trabajo y Previsión quiebra el vínculo decimonónico de la oligarquía argentina con los trabajadores, considerados hasta entonces como ilotas, y reconoce al proletariado condición ciudadana, lo incorpora al parlamentarismo burgués. En otras palabras: los obreros son ciudadanos y los ciudadanos deciden, siempre y cuando no saquen los pies del plato de la República burguesa. En el paraíso terrateniente, ése fue el punto más alto al que pudo llegarse en materia de revolución democrática.

En términos políticos eso significaría, además, que la clase obrera, aún con distorsiones, tendría su lugar en el debate parlamentario, en la lucha política dentro del Estado burgués. Por eso, además, el GOU era imposible: el GOU repetía de manera monótona la prédica antiparlamentaria del fascismo sin advertir -en principio, tampoco lo advirtió Perón- que los términos de la ecuación electoral habían mutado: las elecciones ya no significaban victoria radical sino triunfo peronista.

En verdad, cuando ocurrieron los acontecimientos del 17 de octubre de 1945, la germanofilia militar había dejado de existir, aplastada en los campos de batalla europeos, y ya nadie dudaba de la hegemonía norteamericana aunque el realineamiento produciría aún fortísimos tironeos hasta bien entrado el gobierno de Perón.

Pero, en sustancia el cambio de frente pro-norteamericano ya no estaba en cuestión, ni en el gobierno ni en una oposición integrada por casi todos. Ahora bien: si todos -algunos muy a regañadientes- estaban de acuerdo con el cambio de metrópoli, sólo quedaban en debate el papel y el lugar del proletariado argentino en la República burguesa.

También en ese punto el peronismo fue el único partido moderno de la burguesía argentina, dicho en sentido epigramático, referido al programa, a la estrategia política, puesto que la burguesía nunca estuvo con aquel peronismo salvo muy minoritariamente. Esto es: el programa del peronismo defiende la propiedad privada de los medios de producción, y sobre el desarrollo de esa propiedad proyecta toda su estrategia. Resulta, por tanto, inconfundiblemente burgués. Empero, la burguesía lo rechazaba y desconfiaba profundamente de su «obrerismo», como la burguesía francesa había desconfiado por el mismo motivo de los dos Bonaparte.

Así, la burguesía criolla escuchaba con más recelo que interés el discurso de Perón:

«Las masas obreras que no han sido organizadas presentan un panorama peligroso, porque la masa más peligrosa sin duda es la inorgánica (…) Es indudable que siendo la tranquilidad social la base sobre la que ha de dilucidarse cualquier problema, un objetivo inmediato del gobierno ha de ser asegurar la tranquilidad social del país…

«Chile es un país que ya tiene un comunismo de acción desde hace varios años; en Bolivia, a los indios de las minas parece que les ha prendido el comunismo como viruela (…) Paraguay no es una garantía y en sentido contrario; Brasil, con su enorme riqueza, me temo que al terminar la guerra puede caer en lo mismo…

«Se ha dicho, señores, que soy enemigo de los capitales, pero si ustedes observan lo que les acabo de decir no encontrarán ningún defensor más decidido que yo, porque sé que la defensa de los intereses de los hombres de negocios, de los industriales, de los comerciantes, es la defensa misma del Estado…»[1]

Tocado techo la multiplicación del capital orgánico argentino (proporción entre masa de medios de producción y cantidad de brazos obreros necesaria para ponerla en movimiento), la expansión productiva del país se lograba, por lo menos desde comienzos de los años 30, mediante la incorporación de fuerza de trabajo a las unidades productivas. Cuando Perón hablaba en la Bolsa de Comercio del peligro comunista, no se equivocaba por mucho: esa concentración obrera haría que, si el Estado no daba ciudadanía y determinadas condiciones de vida al proletariado, más temprano que tarde éste lucharía para obtenerlas por sí, y la jerga burguesa tiene una sola palabra para designar cualquier acción independiente de la clase: comunismo. El peligro que señalaba el coronel en la Bolsa de Comercio no era ficticio.

De cualquier manera, la burguesía toda se negó a pagar el precio y el 9 de octubre de 1945 golpeó desde los cuarteles para echar a Perón y, con ello, para expulsar a la clase obrera de la República burguesa. El resultado de la intentona fue alucinante

[1] Vicepresidente de la nación, había asumido la presidencia en ese mismo 1942, cuando una diabetes aguda obligó a tomar licencia al radical «antipersonalista» Roberto Ortiz, fallecido poco después

[1] Peña, Milcíades; «Masas, caudillos y élites; Fichas, Bs. As., 1971, p. 60.

[1] Perón, J.D.; discurso en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, 25/ago/1944. Incluido en «El pueblo quiere saber de qué se trata», Bs. As., 1944. También en Peña, M.; ob. cita., p. 74


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