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CUANDO LAS PLAZAS QUEDAN VACIAS. EL ESTADO Y LOS ESCENARIOS DE LA LUCHA DE CLASES.

El Estado funciona como un punto neurálgico en la materialización constante de las tácticas de la burguesía en su estrategia de reproducción de su poder de clase, centrado sobre la permanencia de la relación social que implica el capital como resultante de su vínculo con la fuerza de trabajo.

Sin embargo, nos cuesta visibilizar que es precisamente por su naturaleza y esos objetivos es que el Estado materializa y posibilita, el nivel real de las relaciones entre las clases, desde la propia esfera productiva.

En el sentido expuesto el mayor ejemplo de lo señalado lo materializan las propias paritarias, que no son otra cosa que la intervención del Estado burgués en la definición del salario y las condiciones de desenvolvimiento general de la fuerza de trabajo. Hoy vemos que muchos inadvertidos ven con estupor que el gobierno no aprueba convenios suscriptos por patrones y sindicatos si los precios de la fuerza de trabajo superan los incrementos inflacionarios de las mercancías en general, siendo entonces ese mecanismo el que legaliza la caída del salario real.

Visto desde esta perspectiva, puede verse que, al Estado en tanto institucionalidad republicana del poder burgués, le es ajeno a su constitución y funcionalidad, una intervención que resulte globalmente favorable a los intereses de la clase trabajadora en su conjunto, más allá de intervenciones políticas coyunturales a la efectiva relación de fuerza entre ambas clases antagónicas.

Esta «idealización» del Estado, por la vía de fustigar a los operadores políticos de turno y no al Estado en sí, denunciando su rol, sean estos ministros, presidentes, secretarios de estado, o como quiera que se llamen, no hace otra cosa que mantener el revisionismo reaccionario constructor de falsa conciencia que el peronismo introdujo desde sus más variados relatos, en la clase trabajadora y en el conjunto de los sectores oprimidos de nuestra sociedad.

Por esa vía se llega a consignas del tipo «la patria en peligro» o “la patria no se vende”, ocultando que esa patria peronista que algunos buscan preservar, no tiene otra forma jurídica que el Estado como institucionalidad legalizada y violenta del poder burgués.

Lo que coyunturalmente nos ocurre hoy a los trabajadores, es presenciar que la burguesía ha modificado la forma de intervención de ese aparato estatal en tanto la versión K y sus relatos colaterales se vuelvo absolutamente inviable para la reproducción social del capital, además de ser insostenible para los propios burgueses «nacionales».

Por este motivo en su propaganda política y la mayoría de sus difusos discursos el ex secretario de comercio Moreno supo decir y reiterar que: la única forma que los empresarios «argentinos» puedan hacer dinero es con el peronismo. Pero hoy como nunca esa afirmación solo configura una expresión de deseos, una puesta en venta de la oferta laboral de estos operadores políticos desplazados, que con un SOS al empresariado «argentino», a los «patriotas», buscan resurgir de un incendio que los transformó en cenizas de un paraíso prefabricado, en la fallecida «tercera posición». La burguesía de conjunto ha optado tomar en sus manos la gestión de sus intereses utilizando operadores de su matriz y abandonar la eterna discusión mediadora del peronismo en todas sus versiones.

La «complejidad de las actividades teóricas y prácticas de la clase dominante no solo justifican y mantienen su dominación, sino que también le permiten ganar el consenso activo de aquellos que son gobernados», por sus propios medios.

 Por esta razón, es una tarea primordial e ineludible hacia los tribunos del pueblo y de los intereses objetivos de la clase trabajadora (para no ser esclavos del hipotético atajo de futuros resultados electorales) enseñar que el Estado juega un papel central tanto en la producción y reproducción de medidas represivas –visibles u ocultas– como en la interpretación ideológica de esos fenómenos de violencia que se ejercen sobre las personas,  derivados necesariamente de la explotación y opresión a la que es sometida la clase trabajadora.

Las consecuencias del seguimiento de estas formulaciones y discursos, estrategias y técnicas, no son otras que las formas que adquieren en la realidad la explotación y opresión capitalista.

La consecuencia del fenómeno descripto y en particular de este discurso hegemónico se expresa hoy por el silencio y la continuidad frente a las acciones de gobierno, con el formato de un aval condicionado de las mayorías al gobierno.

La acción militante, por la vía de las manifestaciones callejeras, sufre la consecuencia no deseada de una falsa visión de la realidad, en manos de la manipulación mediática organizada desde el Estado. Solo permite a quienes se movilizan conformar un micro mundo autoreferencia, pero oculta la falta de asistencia de aquellos que continúan con su vida cotidiana, y emergen en la instancia electoral con un voto diverso del esperado al que luego hay que pasar a explicar.  El transcurso de la semana con posterioridad a una marcha multitudinaria exhibe un escenario equiparable a los días posteriores a un recital o una final de futbol, es decir, el suceso ya ocurrió, ahora solo queda a lo sumo el comentario sin mayor recorrido que el que puede exhibir una calle sin salida.

 Esto no significa descartar la presencia de sujetos movilizados en las calles por su propio efecto multiplicador, pero si la demanda social tiene por referente a un actor político ya constituido, con fines específicos que no exhibe grietas en el paradigma principal y que, además, se concentra en la continuidad de la hegemonía burguesa y sus relaciones de explotación y opresión, y cooptado en manos de los operadores del enemigo de clase, la protesta se vuelve domesticada.

 La condensación material del actual nivel de la lucha de clases, no puede ser llevada desde el polo de los intereses de los trabajadores hacia una idealización del rol del Estado. Lo necesario es precisamente ir, por el contrario, es decir, orientarse única y exclusivamente hacia la concientización de su destrucción como institucionalidad del orden burgués.

Si el Estado es un sujeto sobre el que se puede influir y demandar la implementación de «políticas» en beneficio de los sectores explotados y oprimidos, se infiere que su exhibición con esos perfiles es solo para presionar, y no para luchar por su abolición, acción que hoy tropieza al menos de manera transitoria con la intransigencia de una clase que busca un nuevo consenso para sus objetivos por vía de un sometimiento del oponente social.

Pero, además, estamos hablando de un Estado de clase atravesado por los intereses tácticos y estratégicos de la burguesía. El camino de la movilización, con sus idas y venidas, necesita orientar la relación de fuerzas en la lucha de clases a favor de la clase trabajadora, en tanto vanguardia de los demás sectores oprimidos, y crear las condiciones para una hegemonía con base en esos intereses,  todo lo cual implica necesariamente  estar preparados para enfrentarse contra las estrategias inscriptas materialmente en el Estado, es decir, los dispositivos de sus agencias represivas que ejecutan la violencia, y forman parte de su propia estructura institucional.

Nuestra sociedad desarrolla un prolongado proceso, que para buscar una referencia en el tiempo y solo a modo de convención, puede encontrarse en el año 1975, tanto en el Rodrigazón como en el Villazgo como expresiones de acciones desarrolladas por ambas clases en pugna.

 Con altos y bajos, ese proceso denuncia un enfrenamiento de clases en donde los trabajadores no conseguimos detener (por una multiplicidad de factores de corte objetivo y subjetivo) el deterioro creciente de las condiciones materiales de nuestra existencia.

Esto se ve reflejado en el porcentaje cada vez más alto de población desplazada hacia la condición de población sobrante; una categoría de análisis con base material, en donde se incluyen identidades heterogéneas que participan del factor común de pobreza, exclusión y de su complementaria miseria cultural.

En este sentido, resulta constatable sin dar lugar a dudas, que la acumulación de la miseria es una condición necesaria que se corresponde con la acumulación de la riqueza. Y la población sobrante, además de su rol como ejército de reserva, cumple un papel significativo en la reproducción del capital.

Las cifras pueden ser más o menos precisas, pero lo cierto es que vivimos como un producto de este resultado traducido en la lucha de clases; un proceso social isomorfo y complejo, que hace que permanezcamos inertes, y tengamos una sensación de vacío en nuestra existencia real y con nuestro entorno colectivo.

 Ese cambio específico ha dejado vacuo el otrora explotado sentimiento de patria, y en paralelo, ha consolidado como negación dialéctica el «sálvese quien pueda», que incluso se expresa hoy en el comportamiento social individualista-utilitarista.

De esta forma, si usted vivó en la primera mitad de los setenta, y hasta le vio la cara a Celestino Rodrigo, ministro de María Estela Martínez, cuando anunciaba el primer y grosero ajuste de una larga e ininterrumpida cadena de ellos, no podrá menos que añorar aquella época en la que, además, la vanguardia obrera y su juventud iban por más, poniendo en escena el programa transicional hacia el socialismo y el gobierno obrero y popular.

Hoy el fenómeno es diverso. La cosa pasa por ver como cada uno se adapta dentro de la especie, para que el darwinismo social capitalista no se lo devore. Ese es el resultado isomorfo que solo dejó un nombre convencional: Argentina, que paradójicamente remite a la plata, cuando es eso precisamente lo que falta en el bolsillo de los trabajadores.

Nuestra objetiva actualidad marca que el rasgo estructural es la pobreza y la naturalización de los episodios de violencia, a tal punto que, ni lentos ni perezosos, los intelectuales orgánicos de la clase dominante se apresuraron a llenar de humo ideológico la cuestión para que no se pueda ver esa totalidad degradada del capital. Así sacaron al mercado la violencia fraccionada por criterios arbitrarios, llámese violencia social, de género, intrafamiliar, institucional, psíquica, material entre otras.

 Con la diversificación arbitraria se vendieron en paralelo los operadores «especialistas» para atenderlas. De ese modo emergieron los discursos y los dispositivos culturales dominantes de presunto «abordaje», que en definitiva facilitaron su reproducción por el método preciso del ocultamiento de su causa primaria: el propio modelo capitalista.

Pobreza, desigualdad, sobredimensionamiento del aparato represivo y niveles de control social estatal son los síntomas que permiten testear este virus, sin siquiera necesitar elementos de precisión en esa tarea.

El carácter de esta ofensiva burguesa, radicaliza las manifestaciones culturales del fenómeno y se expresa en el miedo a caer en el abismo del desempleo. Su reflejo invertido es el enojo por no poder existir en ese medio de otra manera, a los que se le suman la arrogancia y el desprecio hacia los que cayeron o quedaron en el camino.

En definitiva, con los setenta en la memoria, y aún con el relato necesario para quien lo quiera oír, queda claro que la violencia y las rejas son propias del capitalismo, en el contexto de un importante nivel de descomposición como modelo social, que lucha por perdurar cueste lo que cueste. La violencia no se reduce a inconductas individuales, selectivamente captadas por el derecho penal. Es un problema colectivo, que no encuentra sus casusas en leyes o rasgos patológicos del carácter. Se relaciona, en última instancia, con factores estructurales y situaciones crecientes de desigualdad que reclaman a gritos su superación dialéctica por otra forma de sociedad, otro modo de existir y otros espacios reparadores de una humanidad fisurada.

En Argentina sobrevuela hoy un nuevo Código Penal, solo exteriorizado en un proyecto a la espera en el plano social de condiciones favorables para su sanción con la forma jurídica de ley.

Esto no constituye un dato menor, si se tiene presente el rol que juega la legalidad codificada en la organización del edificio jurídico que conforma el Estado en manos de la burguesía. Para esto, solo habrá que recordar que las sensibilidades sociales y las pautas culturales adquieren un papel vital en la articulación de la reacción penal.

 En ese sentido, debe recordarse que el doctrinario Mezger fue uno de los penalistas alemanes que más colaboró con el régimen nazi, al punto de escribir en su libro Política criminal que el fin de la pena era «el exterminio de los parásitos y elementos nocivos al pueblo». También sostuvo la idea de «culpa por la conducción de vida», y la idea de defensa social sostenida sobre la base de lucha contra el delito. Hacia esos «principios» vamos acercándonos por estas tierras, si el nuevo código penal se impone.

La penalidad es un complejo campo de instituciones, prácticas y relaciones, y no un singular hecho social que pueda ser descripto en una crónica, por más genuina que esta sea. La política criminal es una acción de Estado, y ésta se ubica coordinada con el resto de políticas específicas que emergen desde esa estructura jurídica, que asimismo concentra el monopolio de la fuerza, cuyo ejercicio se legitima en aras de la salvaguarda de bienes sociales reputados como imprescindibles para la «convivencia social positiva».

No tener en cuenta la necesaria visión en conjunto que requieren cada uno de estos fenómenos y cada una de las instituciones que conforman el castigo, nos llevan a ser sujetos pasivos de estas políticas criminales de extermino, pergeñadas desde el poder estatal. Dicho, en otros términos, con nuestro parasitismo estamos legitimando la violencia como modo de resolución de conflictos sociales y edificando los cimientos de un régimen de excepción que se consolida sobre la base de la muerte y el avasallamiento de la condición humana.

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