Nuevo Curso
De una manera u otra, todos los días se busca reforzar la vigencia de un modelo que consolida el poder de la burguesía como clase social, a través del dominio de la gestión y el control de la información que se vierte sobre un suceso de la vida social. De esta manera, el aparato estatal, interviene por sus operadores en sus actos funcionales bajo supuestos justificadores de su obrar violento sobre las personas, alegando que se lo hace para “afianzar la justica y asegurar los beneficios de la libertad para todos”.
En ese sentido, es por ejemplo que se diga por medio de un fiscal que el actuar policial violento sobre manifestantes que solo testimoniaban con su presencia su adhesión a una lucha por reincorporación al trabajo , lo fue porque se estaba en presencia de un delito que afectaba la circulación libre del transporte de mercaderías.
Dadas las cosas de esa manera, la cuestión es que se omite dar cuenta del contexto en que operan esas acciones, sin profundizar en el problema social subyacente y en sus causas aspectos estos que, en sí mismos implican una violencia material sobre los cuerpos de quienes viven en esas situaciones de carencia significativa en la satisfacción de sus necesidades materiales, espacio este que implica de por sí la presencia de una violencia cotidiana.
Lo cierto y a la vez oculto , es que el Estado de la burguesía tiene forma jurídica en la Constitución Nacional y en la gestión política a través de sus operadores representantes que dominan las normas. La consecuencia de las leyes que se promulgan es sostener un consenso artificial sobre un modelo de sociedad, fundado en la simple igualdad abstracta a través de las formas jurídicas. Esto muestra su incapacidad agonizante como instrumento de orden y reproducción social, cuando las crisis sociales se agravan a un punto de no retorno. Más específicamente, su problema central es que no logra dar salida al estancamiento de la acumulación capitalista, ni a las crecientes dificultades que enfrenta la economía de conjunto.
Dicho de otra manera. Los datos, las cifras y las proyecciones presentadas como cataratas y vendidas con carteles resaltados en colores rojo y blanco, y bajo los rostros preocupados y circunspectos de los “analistas”, no dejan ver que el problema no atañe simplemente a algunos desequilibrios de la macroeconomía, más bien se relaciona con la imposibilidad que tiene la sociedad de clases y el Estado de la burguesía, de escapar de los condicionamientos e imperativos objetivos que imponen las leyes del mercado (la ley del valor) y la lógica con la que actúan los capitales, sean grandes o chicos.
Por eso, si de algo dan cuenta las cifras arrojadas al conjunto a la clase trabajadora por los poderosos, más allá de ser el reflejo del sufrimiento de personas sometidas a condiciones de extrema pobreza, es del fracaso de las llamadas políticas sociales del Estado a las que tanto se apelan desde diversos sectores. En este sentido, exigen de una acción pretendidamente restitutiva de derechos que solo lucen en el espacio formal de las declaraciones normativas, pero que, a simple vista, nunca llegan a las personas por la sola condición de ser seres humanos que habitan en una sociedad bajo un Estado de derecho. Lejos quedan de estos números las políticas de infancia, la apelación a la ciudadanía social y otras yerbas de corte reformista, que vía subsidios y organizaciones intermedias pretenden dar cuerpo a una supuesta solución con apelación a la simple intervención del Estado, sin reparar en la condición de instrumento de clase que tiene ese aparato de poder burgués.
Los fríos números con sus porcentajes de cifras comparadas, que saturan distintos medios de comunicación de forma fugaz, solo hablan en términos objetivos, pero omiten indicar en el discurso que estamos transitando un proceso de la lucha de clases, que se muestra de forma descarnada cuando se llega al punto en que las políticas del estatismo burgués empiezan a dar resultados cada vez más deficitarios y lamentables para quienes supuestamente debieron ser sus beneficiarios. Además, en la medida en que las economías están más internacionalizadas en un contexto de globalización y dominación financiera, los límites de estas políticas se hacen más y más evidentes.
Si nos detenemos en lo expuesto , queda en evidencia que, ya no puede controlarse lo que se decía manejar, sin que eso no implique perturbar los fundamentos objetivos mismos del sistema capitalista, cuya existencia, en última instancia, está obligada a conservar su propio órgano formal de poder burgués, que es el Estado. Por eso, en esta coyuntura a cada paso surgen problemas en donde se interrelacionan lo público con lo privado, las políticas nacionales con a la fuga de capitales, la falta de presupuesto estatal con bajas de inversiones extranjeras, las altas tasas de interés y el déficit fiscal creciente, etc.
Resulta entonces que la pobreza y la indigencia no son situaciones anómalas, simples contingencias del desenvolvimiento económico, como tampoco el resultado de una mala o buena gestión estatal, sino la expresión concentrada de las presiones en las determinaciones de las acciones de gobierno, que derivan del juego de las relaciones de propiedad dominantes. Las condiciones objetivas de carencias, que dan cuenta de las pérdidas de las necesidades más elementales para vivir, señalan en todo momento que no es el Estado en poder de la burguesía, el instrumento del cambio de esa apremiante realidad. Por el contrario, es el estamento institucional que debe ser destruido a partir de la toma del poder por los trabajadores y sus específicos organismos de democracia obrera. Los personajes políticos que emplea la burguesía en el manejo jurídico de sus intereses no son gravitantes en sí, y por la imagen que puedan exhibir, solo expresan, en última instancia, una dinámica de fuerzas que subyacen a los intereses del común de la sociedad, cuando paulatinamente se acumulan desequilibrios, surgen cuellos de botella y aparecen crecientes problemas de productividad, en uno u otro sector. Los capitalistas que sobreviven con subsidios invierten poco y no amplían su capacidad productiva; los costos son crecientes, y los precios no se adecuan con la rapidez o flexibilidad que lo exigen los capitales. Además, la falta de inversión en sectores claves distorsiona más aún la estructura productiva, o se hace sentir en la balanza comercial”.
En definitiva, la realidad social exhibe escenarios próximos y lindantes con la barbarie. Espacios concretos que demuestran que el poder burgués no consolida las paradigmas que le dieron nacimiento dentro de la estructura capitalista . Lo que le dio relato para su gestión del poder, lo que decía buscar, o prometía por vía de sus declaraciones de derechos e igualdad formal ante la ley, la idea de un desarrollo relativamente armónico de las fuerzas productivas, con una distribución progresista de los ingresos brilla por su ausencia y esa carencia es la que desenvuelve el empleo institucional de la violencia.
. Por eso, estamos objetivamente en un punto en que es imposible mantener ese esquema ideológico de dominación cultural. Asistimos de manera directa a una crisis capitalista que agravan las condiciones del sostenimiento del modelo, con un efecto negativo en la política fiscal. Y lejos de las leyes que surgen del parlamento burgués, el principio básico del mercado termina imponiéndose: la tasa de ganancia rige la decisión de inversión.
Para el poder burgués, la única opción es el énfasis en el aumento de la productividad y la baja de costos en donde se incluye el salario .Esa alternativa solo puede ser viable a fuerza de imponer por vía de un pretendido pacto social, un nuevo ajuste que desplace más contingentes de personas y a sus estructuras sociales primarias, al escenario de la población económicamente sobrante, que se traduce en condiciones extremas de existencia, medidas eufemísticamente bajo categorías de pobreza e indigencia. En definitiva, la única opción para la burguesía es echar más nafta al fuego. Su acción es más de lo mismo; existir y expandirse sobre el costo de las vidas humanas, con el amparo protector, en última instancia, de la violencia institucional, cuando reprime a esos sectores que previamente son estigmatizados en el plano ideológico.
Desde esta perspectiva advertimos que todos los guarismos negativos en términos de baja en los índices de producción, suba del desempleo, cierre de fuentes de trabajo, crisis educativas y disputas intersectoriales dentro de la clase dominante, que tienen un prolongado despliegue en el desarrollo de la existencia de nuestra sociedad, impactan directamente sobre la juventud. De ahí viene su imposibilidad mayoritaria de no poder incorporarse al sistema productivo formal, y su consecuencia casi ineludible de caer en el segmento de la llamada, en términos sociológicos, población sobrante.
En ese colectivo de jóvenes maldecidos por estar dentro de un escenario donde las posibilidades en la economía legal no son tales, la precarización, el trabajo humano esclavizado, la flexibilidad laboral, o como quiera llamarse, son las redes de la economía informal, y en una gran parte de ese entramado está la economía delictiva, que incorpora la posibilidad de satisfacción de necesidades básicas y de consumo sobre bienes apetecibles por los jóvenes. Casi de forma automática toma mano de obra de baja calificación, con “el solo costo” de la perdida de la libertad o de la vida misma. Un joven conchabado en esos menesteres puede admitir un riesgo, como la de todo trabajador que manipula una máquina en mal estado, que le puede seccionar un brazo, o la del albañil en altura, que sin medidas de seguridad se precipita y muere, como ocurrió en estos días.
Entonces, están ahí aceptando la “oferta de trabajo” mucho más abundante y mejor remunerado que un trabajo legal, -mal llamado en blanco, como si lo negro fuera equiparable a lo malo- y organizados en particulares cooperativas o en forma individual, pero siempre contando con el suministro de una logística que en ningún caso puede pertenecerle, sino que es proporcionada por quien aprovecha en distintos planos de sus actos materiales sobre los que no tienen dominio alguno.
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Nuestra sociedad desarrolla un prolongado proceso de descomposición , que denuncia un enfrenamiento de clases en donde los trabajadores no conseguimos detener (por una multiplicidad de factores de corte objetivo y subjetivo) el deterioro creciente de las condiciones materiales de nuestra existencia. Esto se ve reflejado en el porcentaje cada vez más alto de población desplazada hacia la condición de población sobrante; una categoría de análisis con base material, en donde se incluyen identidades heterogéneas que participan del factor común de pobreza, exclusión y de su complementaria miseria cultural.
En este sentido, resulta constatable e indubitable que la acumulación de la miseria es una condición necesaria que se corresponde con la acumulación de la riqueza. En igual medida y de modo complementario se verifica una suerte de isomorfismo social que nos hace permanecer inertes, y en sensación de vacío , en el mismo momento en que consolida la visión prevalente del “sálvese quien pueda”, que hoy se expresa en indiferencia , pragmatismo e individualismo. De esta forma, buscando una síntesis, puede decirse que la cosa pasa por ver como cada uno se adapta dentro de la especie, para que el darwinismo social capitalista no se lo devore.
El rasgo estructural prevalente, es la pobreza y la naturalización de los episodios de violencia, a tal punto que, ni lentos ni perezosos, los intelectuales orgánicos de la clase dominante se apresuraron a llenar de humo ideológico la cuestión para que no se pueda ver esa totalidad degradada del capital. Así sacaron al mercado la violencia fraccionada por criterios arbitrarios, llámese violencia social, de género, intrafamiliar, institucional, psíquica, material, entre otras. Con la diversificación arbitraria se vendieron en paralelo los operadores “especialistas” para atenderlas. De ese modo emergieron los discursos y los dispositivos culturales dominantes de presunto “abordaje”, que en definitiva facilitaron su reproducción por el método preciso del ocultamiento de su causa primaria, radicada contradictoriamente en el propio modelo capitalista.
Pobreza, desigualdad, sobredimensionamiento del aparato represivo y niveles de control social estatal son los síntomas que permiten testear este virus, sin siquiera necesitar elementos de precisión en esa tarea. Esta violencia también se expresa en el miedo a caer en el abismo del desempleo. Su reflejo invertido es el enojo por no poder existir en ese medio de otra manera, a los que se le suman de manera paradójica, la arrogancia y el desprecio hacia los que cayeron o quedaron en el camino.
En definitiva, la violencia y las rejas, son propias del capitalismo, y se acentúan en el contexto de un importante nivel de descomposición de este modo de producción, como modelo social, que lucha por perdurar cueste lo que cueste. La violencia no se reduce a inconductas individuales, selectivamente captadas por el derecho penal. Es un problema colectivo, que no encuentra sus casusas en leyes o rasgos patológicos del carácter que pueda expresar específicamente cada persona. En sentido inverso, se relaciona, en última instancia, con factores estructurales y situaciones crecientes de desigualdad que reclaman a gritos su superación dialéctica por otra forma de sociedad, otro modo de existir y otros espacios reparadores de una humanidad fisurada.
La pobreza y la indigencia desmienten a las políticas reformistas, cuando la pérdida de dignidad se vuelve inocultable y mayoritaria. Dan un certificado de defunción a todos aquellos que abogan por la vigencia de la ciudadanía y sobreactúan las perfomances y virtualidades del derecho como herramienta de progreso social. Nada de eso ocurre en la existencia concreta y en el día a día. La igualdad ante la ley, las declaraciones de derechos subjetivos, nunca ejecutados y garantizados por el poder burgués estatal, son solo la muestra de un modelo de contención y reproducción social que agoniza. Los trabajadores son quienes producen. Los trabajadores tienen en sus manos el desafío urgente de la construcción del poder obrero a través de la organización partidaria de clase y la lucha por un programa transicional, que facilite el objetivo estratégico de derribar al poder burgués y a la sociedad de clases que refleja.
. La tarea exige llevar a la clase trabajadora a la comprensión de que las sociedades desiguales reproducen la desigualdad en los ámbitos del castigo penal.
Por eso es necesario que los trabajadores, a partir de nuestra propia experiencia, sinteticemos la conclusión primaria según la cual ningún asalariado, o componente de los grupos de personas que se ubican en condiciones de indigencia y pobreza, está exento de ser sujeto de ese castigo especifico, ni tampoco de estar ajeno a la posibilidad de quedar atrapado en la red de esos dispositivos carcelarios infectos.
Desde una base cognitiva sólida y de construcción práctica, el programa de los trabajadores no puede eludir hoy, en el marco al desarrollo de la lucha de clases, definiciones transicionales como lo es la lucha por la abolición de la PRISION PREVENTIVA, para impugnar su condición de pena anticipada, usada como elemento de control social punitivo por el Estado. El impulso por la intervención de organizaciones obreras y de trabajadores estatales, ajenos al servicio penitenciario en el control de los establecimientos, y a los suministros de alimentos y atenciones dignas de salud que requiere la ejecución de penas definitivas, pueden desarrollar las modalidades de salidas transitorias laborales, educativas y favorecer el acercamiento familiar.
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En este sentido, el problema de la respuesta social a los hechos que se juzgan delictivos, no puede ser externo y enajenado de la clase trabajadora, en gran medida porque también es ella quien lo padece de modo directo y cotidiano. Por lo tanto, esa respuesta nunca puede surgir de la acción ideológica de la clase dominante, sino de la propia experiencia que las organizaciones de trabajadores cuando se enfrenten con los efectos que se generen del castigo punitivo y sus modalidades.