
Se que es difícil para un tipo que quiere contar algo, saber poderse explicar tanto a cerca del porqué como del para qué, esta escribiendo lo que en este comienzo de la noche le viene a la cabeza. Se que tengo que hacerlo en referencia al momento político, ya que por donde vivo hubo que masticar el fracaso de un paro docente y ver como los padres en bici, temprano con el bolso para ir a la obra, dejaban a sus hijos en la puerta o una madre corriendo vestida de empleada de comercio le buscaba el aula a su hijo “ que empieza la escuela”.
Ni el flaco de la bici, ni la madre que toca el cielo con las manos, saca fotos y quisiera que viniera un canal a testimoniar el primer día de clase del “gordo” que tiene una cara de jefe de pandilla que voltea pero que para ella es un ser único tallado por los dioses. Para ninguno de los dos la vida es fácil, pero aún están colgados del empleo, alienante, esclavizador y mal pago, pero “el empleo”. Él sabe que tiene la libreta del fondo de desempleo y esta formalizado y ella piensa que el negocio donde hace de oficinista aún la pelea. Ambos, finalmente se me ocurre, ni son “casta” ni compran criptomonedas, en todo caso será necesario darles un poco más de bola y también, alguna vez, pensar en ellos y como explicarles que así, colgados y angustiados por el laburo , no se puede existir por mucho tiempo digno.
Ahí, mirando eso, fue que recordé que mi mamá no fue a mi inicio de escuela, porque el primer día salíamos sus cinco juntos a distintas escuelas , Luis mi hermano menor más tarde porque el empezaba el jardín, así que siendo yo el cuarto, destino político que me acompaña de manera inconsciente desde entonces, me mando con mi hermano, que ya empezaba la secundaria. También recordé que el domingo por la tarde larga, después que se iba mis abuelos, juntaba todo y se ponía a planchar lo que al otro día teníamos puesto, léase uniforme , guardapolvo y demás.
En todo caso, me quedó esa sensación a garganta seca que deja esa veneración que tenía la persona que no había podido terminarla, viendo que a sus críos no habría de sucederles lo mismo y que los maestros se ocuparían de nosotros en lo que a ella no le diera.
Mi viejo no fue nunca a los rituales escolares, pero su único discurso era : Estudia. Tenes que tener un título para no vivir como yo. El sufrió de muy niño un accidente y estuvo por aquel entonces internado en un instituto de recuperación, sin poder estar de manera permanente con su madre porque era muy costoso viajar a la clínica y mi abuela no tenía recursos. Volvió sin poder caminar aún y teniendo trece años. Pero la línea estaba trazada y pudiéndolo hacerlo luego , con catorce años entro a trabajar en un cine mudo en Capital Federal, en Caballito , donde sus tíos analfabetos que hablaban el “papolitano “ sin embargo eran diestros para tocar el violen y la pianola que animaba la película. Mi viejo entro de chocolatinero, y nunca más se fue de un cine hasta el día que lo rajaron cuando se aproximaba a los sesenta.
Tal era la penetración del cine en mi familia que toda nuestra vida se acomodaba a los horarios de las películas, razón por la cual no había padre ni sábados , ni domingos ni feriados , y el ánimo general era según la película que llegaba a Córdoba donde vivíamos y si entraba gente. Todo era si se quiere normal entre comillas. Había una situación muy particular que era el encuentro intuyo amoroso “de todos los lunes” donde si uno se lo proponía escuchaba como mi papá le contaba el estreno a mi mamá, con tan lujo de detalles que la noche se quebraba en un antes y después de la madrugada, porque mi viejo también cerraba las puertas del cine y llegaba en esas horas.
Dentro de esa experiencia habitual, una noche todo se cortó. Mi viejo entro con pies de punta. Despertó a mi mamá y le dijo: “todas las críticas dicen que es muy buena y por eso la trajimos y la damos en el “general Paz”-por entonces una suerte de cine de culto en Córdoba- pero esta vez no te la puedo contar , porque no la entendí, con la expresión que luego supe, uno pone cuando saca la bolilla que no preparó en el examen.
Los días subsiguientes, fueron complicados al punto tal que las revistas de burros a los que era aficionado con rigor de catedrático mi papá, quedaron sin ser leídas y por las noches mi viejo , (podía oir yo, que no podía entender como mi papá no había podido captar una película) avanzaba en interpretaciones casera y se animaba a decir con cierto control que ahora sí , que ahora la había entendido y en verdad era un películon, lastima que la sala estuviera solo con diez filas cubiertas y no iba a estar por ese motivo más de una semana en exhibición y los patrones ya habían arreglado devolverla a la distruibuidora de Capital Federal.
Esa película me saltó desde la mamá sacando fotos con celular en la escuela. Siguendo con el recuerdo me avanzo mi propia experiencia ya que , cuando cumplí los 18 intenté verla, pero ya no la daban en salas comerciales, mi viejo ya no pisaba los cines y así que me puse en contacto con ella, cuando abrieron los video club y le pedí si tenía “Blow-up”, a un tipo con cara de crítico que atendiendo el negocio me dijo de pasada , “parece que tenes buen gusto o te la recomendaron “. Claro está , la cosa no daba para contar la historia que acabo de relatar .
La ví tres veces . Cuando volví al video, el mismo catador experimentado, me volvió a tirar al pasar “seguro que te hiciste un quilombo barbaro”, y “canchereando, “nos paso a todos, pero no te preocupes y ahí me tiró como para terminar de coronar su lúcida intervención. “Si te gusta el cine, te gusta leer, Anda y lee “Las babas del diablo” de Cortazar ¿Lo conoces a ese, es argentino , pero vive en Europa? Ahí en ese cuento , vas a terminar de entender todo. Antonioni lo puso en lenguaje cinematográfico.
Ahí quedó la cosa, hasta que hoy visitando Facebook un tipo al que no conozco, subió lo que sigue , que lo copio textual en homenaje a su autor Juan Forn , lamentablemente fallecido y sus inmejorables páginas de página 12. Creo que ahora entiendo eso de que en las fotos se percibía la respiración del fotógrafo.
“Sergio Larraín camina por las callecitas de la Ile-Saint-Louis en París, saca algunas fotos al voleo, vuelve a su taller a revelar, algo le llama la atención en una de esas imágenes circunstanciales: al ampliarla descubre al fondo, en segundo plano, una pareja cogiendo contra una pared. Cae de visita su amigo Julio Cortázar, Larraín le cuenta lo sucedido, Cortázar vuelve a su casa y escribe “Las babas del diablo”. Michelangelo Antonioni lee el cuento y decide convertirlo en Blow-up. En la película, no es un acto sexual furtivo lo que pesca el fotógrafo, sino un crimen, y no es en las callecitas de París, sino en el corazón del Londres psicodélico. La película es un exitazo. En las redacciones periodísticas europeas se codean cuando ven entrar a Larraín: “Ese es el chileno de la Magnum, el fotógrafo de Blow-up”. Los fotógrafos de la agencia Magnum (la legendaria cooperativa fundada por Robert Capa y Henri Cartier-Bresson) no eran coquetos fotógrafos de moda, como el de la película de Antonioni. Eran los que mostraban al mundo lo que era imprescindible ver: las guerras, la miseria, la otra cara de la noticia.
Pero eran épocas de leyendas, y la historia de Larraín daba de sobra para la leyenda. Unos meses antes del estreno de la película de Antonioni, Magnum había mandado al chileno a hacer un reportaje sobre la mafia siciliana. Larraín volvió con una foto de Giuseppe Russo, il capo di tutti capi, durmiendo la siesta al fresco, que apareció en todas las revistas del mundo. Como en todas sus fotos, uno sentía que estaba ahí, al lado del fotografiado, sintiéndole la respiración. Eso tuvieron siempre las fotos de Larraín.
Nacido niño bien en Santiago, había desoído el mandato familiar (su padre era el arquitecto estrella de Chile), abandonó una carrera universitaria en Estados Unidos y se volvió a su tierra a sacar fotos, a principios de los años ’50. Una serie suya sobre los chicos de la calle que vivían en las alcantarillas del río Mapocho, en pleno centro de Santiago, llegó a manos del gran Edward Steichen cuando dirigía el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Steichen compró dos de su bolsillo, las donó al museo y le escribió a Larraín que por favor siguiera sacando fotos. Con ese cheque de Steichen, Larraín partió a Valparaíso, se pasó un año vagando por sus calles y el puerto e hizo un libro maravilloso, chiquitito, en el que casi todas las fotos son verticales, y cualquiera que haya subido al funicular de Valparaíso entenderá que no hay otra manera de ver esa ciudad: todo es vertical ahí, todo sube o baja por esas calles que caen al mar. Una imagen legendaria de esa serie es conocida en el mundo de la fotografía como “la foto mágica”: una nena sube por unas escaleras al sol, otra nena va bajando en segundo plano por las mismas escaleras, una viene hacia la cámara, la otra se aleja, nos da la espalda escaleras abajo, son asombrosamente iguales las dos, el mismo pelo, el mismo vestido, la misma actitud corporal, sólo que una parece la otra tres años después, como si por bajar escalones pasaran los años.
El British Council de Chile lo mandó becado con unos pesos a Inglaterra. Larraín se sumergió en el Londres blanco y negro de posguerra y salió con otro librito igual de austeramente impreso, pagado con los francos que le dio Cartier-Bresson por una de esas fotos (que tuvo colgada en una pared de su estudio hasta que murió). La foto es vertical, una toma de las escaleras mecánicas del metro de Londres vistas desde abajo: gente que se acerca por un carril, gente que se aleja hacia arriba por el otro, un oficinista en primer plano, borroso, como si estuviera por chocar contra nuestro hombro. Además de comprarle esa foto, Cartier-Bresson invitó al chileno a formar parte de Magnum. Ese es el Larraín que Cortázar conoce callejeando por París en los ’60. Hay dos partes bien nítidas de los ’60 y Larraín corresponde sin discusión a la primera, por afinidad digamos espiritual. En todas sus biografías dicen que a fines de los ’60 se volvió de Europa, asqueado del naciente star-system que empieza a haber en el fotoperiodismo. Yo creo que es fácil ponerle fecha de inicio a ese asco: cuando se estrenó Blow-up en 1966, aunque hay quienes dicen que fue un año más tarde, cuando volvió de Persia, de sacar fotos de la coronación de Farah Diba como emperatriz, y la Magnum no consiguió interesar a nadie en esas imágenes que mostraban la otra cara de la coronación en las calles de Teherán.
Lo cierto es que Larraín se volvió a Chile, sus envíos a la agencia se hicieron más espaciados y el interés de la agencia por él decayó igualmente. Una sola cosa le interesó de esa segunda mitad de los ’60: el misticismo y sus variantes. En esos años hace contacto con Jodorowsky y Claudio Naranjo, toma LSD, viaja por el desierto, empieza a meditar, conoce en Arica a un sincretista boliviano llamado Oscar Ichazo, que combina Gurdjieff, Jüng y Esalen en su ashram del norte de Chile. Desde allá rompe famosamente con Magnum. Cuando Cartier-Bresson le pide por carta que recapacite, Larraín le dice que ha dado su obra fotográfica por terminada, que se retira del mundo. Es el año ’71. Nunca más volvió de ese retiro. Pasó el gobierno de Allende y el golpe y la larga noche pinochetista y Larraín siguió viviendo en una casa junto a un río en las montañas del norte de Chile. Cada tanto alguien se acordaba de él y le ofrecía por carta hacerle una nota, organizarle una retrospectiva, recordarle al mundo que existía un fotógrafo llamado Larraín. El contestaba que había quemado todos sus negativos. El gran Josef Koudelka, que lo veneraba, se tomó el trabajo de rastrear en los archivos de Magnum y entre los fotógrafos europeos todo el material que pudo encontrar de él y, sin avisarle nada, le organizó una muestra hoy célebre. Larraín siguió rechazando notas y viajes y exposiciones, y la semana pasada, a los 81 años, se murió.
Se supo tarde, porque se lo creía muerto de mucho antes. Dicen que, además de dar clases de yoga, meditar y cuidar el río y las montañas, había seguido sacando fotos, pero abstractas, que revelaba él mismo en el cuarto de al lado del lugar donde meditaba todos los días, en su casa a la orilla de un río en las montañas del norte de Chile. En ese cuarto lo velaron sus compañeros de meditación, repitiendo un mantra: “El presente no es el camino. El presente es la meta”. En el entierro, en el cementerio del pueblo, no se podía sacar fotos, por expreso pedido de él. Una vez que un sobrino suyo le pidió consejos, Larraín le mandó una carta extraordinaria sobre lo que significaba la fotografía para él, que aparecerá en Radar el domingo, en la que decía: “Cuando paseo la mirada por ahí afuera, con el rectángulo en la mano (así llamaba a la cámara: el rectángulo en la mano), es en el interior de mí mismo que busco”. Así fue como se supo por fin de quién era la respiración que creíamos oír en sus fotos: era, bendito sea, la de él.
Nuevo Curso