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CRÓNICA DE UN MILAGRO PORTEÑO (Aguafuerte)

Su verdadero lugar de llegada al mundo fue una casilla en una villa miseria del sur del conurbano bonaerense, en El Jagüel, para ser preciso, pero figura registrado como nacido en el Hospital de Niños Dr. Pedro Elizalde, ex Casa Cuna de la zona de Constitución, en la CABA. Su mamá tenía tan solo 13 años cuando él nació, de su papá nunca se supo nada, aunque algunas malas lenguas hablan de un tío que desapareció de todos lados a poco de su nacimiento. Su madre es la 5ta hija de María, viuda desde hace 18 años. La vida no ha sido fácil para María, no está nunca en su casilla, se la pasa trabajando por horas en casas de familia, planchando y lavando o vendiendo lo que sea en la calle para poder alimentar a sus hijos. Sale de madrugada y vuelve de noche. No para. No puede. Está sola y hay que dar de comer a muchas bocas. Una madrugada a la tercera semana de nacer empezó con problemas respiratorios que se complicaron y derivaron en convulsiones. Parecía que en cualquier momento dejaría de respirar. Ese día su abuela, asustada, salió corriendo a tomar el tren Roca con el bebé envuelto en un poncho y no paró hasta llegar a Constitución, y de allí dirigirse urgente al Hospital de niños. El viaje le pareció eterno. En ese lugar, después de revisarlo, los médicos diagnosticaron que el niño padecía de bronconeumonía y tenía que ser hospitalizado y lo internaron de urgencia.
Así empezó su vida de institucionalizado. Al paso de unas semanas, y gracias al esfuerzo de los médicos residentes, salió adelante. Sobrevivió. Su madre, en definitiva, una niña, nunca lo atiende, recargando esa tarea en María. Un día de visita María es citada por el Personal del Servicio Social del Hospital, quienes la interrogan sobre los padres del niño y le indican que ella debe hacerse cargo de la criatura una vez que se le dé el alta, algo que sería a la brevedad, ya que se necesitaba el lugar que el bebé hasta ese momento ocupaba. María, con todo el dolor en el alma, les dice que no puede ocuparse de otro hijo, que con los que tenía era más que suficiente y que trataría que sea su madre la que se haga cargo. Esa fue la última vez que se supo de María. Al paso de los días el niño se recompuso totalmente y fue dado de alta, por lo que debía dejar el hospital.

Los médicos residentes lo habían casi adoptado y fueron ellos los que lo bautizaron Milagro, ya que para ellos era algo extraordinario, casi como un verdadero milagro que el niño estuviese vivo. Al no tener una familia que se haga cargo es derivado a un Hogar de Niños, instituto en donde ingresa con tan solo cinco meses. Pasarían casi cinco años para que volviera a salir del encierro. Para esa época es entregado en prueba a una familia adoptante quienes a partir de ese momento pasarían a ser sus papás.

Milagro comienza el jardín de infantes. Casi todo el primer cuatrimestre sin mayores problemas, después comenzaría con llantos recurrentes y falta de adaptación al medio, a lo que se sumarían problemas de comunicación con sus compañeritos. A Milagro le costaba hablar. Los docentes citan a los padres del niño para informarles de sus problemas de adaptación y sus continuas desobediencias. “Milagro se porta muy mal”, dicen “pelea con sus compañeros, es muy inquieto, deambula por todos lados y a nosotras no nos hace caso”. Ante esta continua situación, sus padres adoptivos deciden retirarlo del Jardín y al poco tiempo por problemas personales del matrimonio, peleas y continuas discusiones que ya venían de arrastre, resuelven disolver la pareja y terminar reintegrando al niño al orfanato. Nunca más se volvió a adaptar al encierro. Lloraba. No comía. Preguntaba permanentemente por sus papás. En un ataque de nervios, pelea con otro niño y le muerde la cara, también le muerde la mano a una maestra que intentó separarlos. A partir de ese momento comenzaría a ser medicado, sin un diagnóstico previo, con psicofármacos. “Milagro se porta muy mal”, repiten una y otra vez los enfermeros. “Hay que tenerlo tranquilo”, dicen los maestros.

Cuando cumple 12 años es derivado a un instituto de menores. En el lugar conoce a muchos chicos como él. Le gusta mucho dibujar y enloquece por jugar a la pelota. Se destaca en el patio en donde nunca deja de correr y saltar. Uno de los celadores le toma cariño. Milagro es un niño muy dulce y con una hermosa sonrisa. Después de unos meses el celador pide permiso para sacarlo a pasear a una plaza. Así por fin pudo conocer y revolcarse en ese pasto verde que solo veía por televisión. Fueron cinco salidas. Para él fueron cinco aventuras distintas. Las más hermosas de su vida. El problema era el dolor insoportable que sentía al volver al encierro. Finalmente, el guardia con autorización del director del instituto consigue llevar a Milagro a su casa. La segunda vez que lo llevaba, en el trayecto y ante un descuido al parar el auto en un semáforo, Milagro pega un salto y se escapa.

No paró de correr. No corría, volaba, y fue así que se perdió por las calles de la gran ciudad. Por las noches durmió protegiéndose del frío, aprovechando el calor de las estaciones del subte, de las puertas de una iglesia, o acurrucado entre medio de cartones en Plaza Miserere. Se alimentó de las sobras que recogía en la basura de un restaurant chino de la calle Corrientes, de los restos que sacaba de las mesas de un local de comidas rápidas frente al obelisco, o de lo que conseguía pidiendo a la gente que transita por la zona de Lavalle. En poco tiempo se transformaría en uno de esos ignotos personajes que recorren las calles porteñas. Al cabo de unas semanas, recorrió la ciudad y conoció a otros pibes de la calle más grandes que él, que paraban en una ranchada por la zona de la estación de micros de Retiro. Allí empezó a abrir y cerrar puertas de taxis y con las propinas aportaba para comprar comida. A Milagro todo siempre le costaba más. A él le costaba hablar y ser simpático, por lo que sus propinas eran casi siempre muy pobres. Su ranchada le dijo que “se tiene que poner pillo” o “le iban a dar salida”. La historia vuelve a repetirse. Parece que nadie quiere tener una boca de más para alimentar. Un día de nula recaudación, ya no aguantó más el hambre y de pasada arrebató dos paquetes de galletitas de un kiosco y huyó a la carrera. No llegaría muy lejos. Dos policías en bicicleta que hacían su rondín por la zona lo ven correr y lo persiguen. No tardarían nada en apresarlo, golpearlo, reducirlo y esposarlo.

Ese día vuelve al encierro. Del calabozo de una comisaría, lo trasladan sin escalas a las oficinas de un Juzgado de menores. Frente al secretario del juzgado, una vez que le sacan las esposas, pega un salto y se arroja contra los vidrios de una ventana. Lo de siempre. No quería volver a la jaula. No llegaría a ningún lado. Es reducido nuevamente y trasladado de urgencia a un hospital en donde, después de sacarle los vidrios que tenía clavados, le cosen la cara desfigurada y la cabeza. Más de 20 puntos. Su próximo destino sería nuevamente un instituto de menores, esta vez el “Centro de régimen Cerrado Dr. Luis Agote”, en la zona de Palermo, donde ingresa con una causa penal, y por su agresividad comienza a ser medicado en forma permanente. Así seguiría hasta cumplir la mayoría de edad y ser derivado al Borda, hospital psiquiátrico, en donde ahora sí entra con un diagnóstico: Trastorno Bipolar, con una etiqueta de “maniático depresivo” y al parecer, hasta donde se supo, allí todavía continúa…

Esta breve historia busca que las historias de miles de pibes como Milagro dejen de ser invisibles. Historias como estas pasan todos los días en la Ciudad de Buenos Aires. En este mismo momento, hay un niño en la calle pasando por las mismas experiencias, sufriendo las mismas privaciones, necesidades y castigos. Personas como Milagro jamás llegarán a ser los hombres del futuro, porque ni siquiera llegan a ser los niños de hoy. Muchos mueren en el camino, víctimas de enfermedades o por las balas del gatillo fácil de la policía. Otros, desde muy temprana edad, empiezan el largo y penoso recorrido institucional, y así van del hospital al instituto de menores, de la comisaría al juzgado, y del juzgado a la cárcel o al manicomio.

Abandonados por sus familias, la mayoría desde muy temprana edad no conocen otra cosa que los pasillos de esas instituciones de encierro. Su vida pasa por esos ámbitos, de los cuales experimentan todas sus variantes de castigo cuando son encerrados como bestias salvajes, intoxicados con psicofármacos sin diagnóstico médico, o privados de la libertad sin imputación de causa penal. Carne joven que alimenta al monstruo de mil cabezas que se los come y los mantiene para siempre en su interior. Milagro cree que alguna vez debió haber tenido una familia, aunque nunca la conoció. Nunca conoció a su mamá, pero ahora sabe que tiene un padre. Sí, “el papá Estado”. Un padre que por lo único que se interesa es por mantenerlo encerrado y separado de los seres “normales”. Desquiciado pero anestesiado para que no moleste. Apartado del mundo de los sanos, como un trapo sucio.

Para los pibes como Milagro lo único que existe es el abandono y las jaulas. El abandono y las instituciones cerradas. Las malditas cárceles, antros que para nada sirven, ni a él, ni a vos, ni a mí, ni a la sociedad en su conjunto. Pero claro… eso, ¿a quien mierda le importa?

Walter Meliam